Una competición tan extensa y variada como la Internacional de Clermont-Ferrand, donde tienen cabida hasta 75 cortometrajes, y que tiene como objetivo tratar de ofrecer una visión plurinacional y transversal de la cosecha anual de cortometrajes de índole más narrativa que se producen en todo el mundo, no puede dejar de ser, en su conjunto, irregular. Pero partiendo de la base de que esta es la política que siempre ha defendido el festival y una de sus señas de identidad, no podemos tampoco evitar estar de acuerdo en su filosofía interna. Una posición en total coherencia con lo que el festival en su conjunto (incluyendo su importante Mercado) es y quiere ser para la comunidad internacional del cortometraje: un punto de encuentro profesional, un ámbito de relaciones y de negocio transnacional y un fiel reflejo del momento del sector, tanto en lo económico como en lo creativo, que identifica, visibiliza y promueve las tendencias, los intereses y los estados de los diferentes cinematografías, empresas y creadores mundiales. Y todo ello, por supuesto, sin perder ni en un solo momento el ojo en el siempre masivo público que abarrota las sesiones.
Con 75 cortos a concurso, repito, es evidente que las decisiones del Jurado a la hora de conceder los premios serán altamente cuestionadas. Sería difícil encontrar a dos espectadores totalmente de acuerdo en todo. Lejos de pretender desprestigiar para nada a los premios ni a los premiados con esta reflexión, lo que pretendo es evitar hablar de justicia o injusticia con respecto al fallo; máxime cuando en general, todos los cortos que aparecen en la lista de premiados son merecedores de dignos aplausos. Se puede añadir, además, que, con sus lógicos altibajos y obviando las filias y las fobias que pueda tener cada espectador, la selección de la Competición Internacional de 2018 fue, tomada en su conjunto, bastante buena, superando incluso la impresión media de las últimas ediciones.

Drzenia, de Dawid Bodzak
Si hubo unas tendencias predominantes en el palmarés de esta sección, estas fueron la juventud y la frescura, presentes en las temáticas y en el protagonismo de buena parte de los cortos, y también en los cineastas al frente de buena parte de los cortos (un detalle este último que comienza a agradecerse y que aporta cierta renovación al género). A esta tendencia respondieron sin ir más lejos los dos principales premios del Jurado.
Con la potencia cinematográfica que desde hace unos años viene siendo Polonia, especialmente en lo referente al cortometraje, no debe extrañar a estas alturas que alguna de sus obras esté con frecuencia presente en lo más alto de un palmarés. Un resultado que, además de al talento de los cineastas, hay que achacar también a unas firmes políticas de apoyo al corto y a la inagotable cantera de nuevos valores que le aportan sus escuelas de cine (entre las mejores de Europa, por cierto). De una de ellas, de la de Łódź, procede el cortometraje ganador del Grand Prix de este año, Drzenia (Polonia, 2018), un impecable trabajo de graduación perpetrado por Dawid Bodzak.
Drzenia podría pasar como un retrato más sobre el angst juvenil; sobre la confusión, la rabia, la depresión y las transformaciones del crecimiento. Pero más allá de lo temático, Bodzak sabe imprimirle a la narración un fuerte estilo que ya comienza en el guion y que se traspasa luego a la puesta en escena y al montaje. Elíptico, esquivo y desconcertante, esta pieza apuesta más por trasladar un estado psicológico que por dar una explicación argumentada del mismo. Embarca así al espectador en la montaña rusa emocional de un protagonista lleno de estados contradictorios que, más que como consecuencia, van surgiendo como reacción uno del otro, sin que nunca se pueda anticipar qué episodio va a suceder al anterior.
En esta vorágine de encuentros y desencuentros, de violencia latente, de amistades que en un momento parecen quebrarse para salir afianzadas al siguiente paso, de adultos incapaces de penetrar en el mundo interior de los adolescentes (una constatación de que por mucho que lo intenten, también el mundo es confuso e incomprensible para ellos), de saltos en la trama que separan y aislar cada acontecimiento en una set-piece, el director polaco encuentra una fórmula para retratar en progresiva luminosidad el proceso de asimilar ese extraño proceso que es crecer.
Si Drzenia puede resultar desconcertante por su quebrado sentido del montaje, no menos perturbador acaba siendo Skuggdjur (Suecia, 2017): una ficción merecedora del Premio Especial del Jurado, que viene a ser la confirmación de su prometedor director, el sueco Jerry Carlsson.
Carlsoon es un cineasta joven pero con una importante trayectoria ya a sus espaldas, conformada por seis cortometrajes, entre ellos los premiados Allt vi delar (Suecia, 2014) y Längs vägen (Suecia, 2011). Si en el anterior corto los adultos se veían impotentes a la hora de descifrar los códigos del universo adolescente, en Skuggdjur, donde atenúa hasta solo la insinuación la militancia dentro del cine queer de sus anteriores obras, el punto de vista que se impone es el de una niña cercana a la adolescencia, incapaz de comprender los códigos y rituales sociales de la generación de sus padres. Cierto es que Carlsson lleva estos usos hasta el paroxismo, exagerando hasta el surrealismo los modos de conducta de los mayores.
La cena a la que acude la niña se termina convirtiendo en una particular variación de El ángel exterminador de Luis Buñuel, repleto de convenciones absurdas, acciones ilógicas y rituales sin sentido. En medio de todo esto, la presencia de una extraña sombra que solo la niña parece ver, y que recorre la estancia como un negro presagio, sirve para poner una nota terrorífica al corto, que le salva de caer en la comedia negra, para mantenerse dentro un tono de extrañeza y angustia y ahondar así en el punto de vista de la protagonista. Skuggdjur es sin duda una pieza que dará mucho que hablar a lo largo del año; sobre todo tras este premio, al que suma también el Premio Canal+ en este festival, y el Premio del Público en el Festival de Uppsala de 2017.
El Premio a la Mejor Animación no trajo mayores sorpresas y recayó en una de las grandes animaciones del año, el ya clásico Min börda (Suecia, 2017), que no para de darle satisfacciones a su directora, Niki Lindroth von Bahr, considerada ya desde Simhall (Suecia, 2014) como una de las animadoras más destacadas de Europa. Junto a este, el Premio a la Mejor Animación Hablada en Francés se lo llevó el corto belga Le marcheur, un resultón trabajo de Frédéric Hainaut, que usando una técnica mixta en la que predomina el papel en blanco y la acuarela, narra la transformación de un empleado de una granja avícola que pasa a formar parte de un campamento de indignados.
Y el galardón a la Mejor Comedia fue para État d’alerte sa mère (Sébastien Petretti. Bélgica, 2017), una simpática aunque modesta cinta que ironiza sobre la (re)presión que en Europa viven actualmente las personas de origen musulmán, superponiendo una conversación amorosa adolescente a las prácticas de detención y registro por parte de las fuerzas del orden que sufren los chavales que la mantienen.
Cabe destacar también otra poderosa mirada juvenil dentro del palmarés, la que ofrece Sram (Peter Krumov. Bulgaria, 2017), corto que a la postre recibió la Nominación a los Premios Europeos que concede Clermont-Ferrand. Sram (o Shame) destaca además por ser también una opera prima y por ofrecer desde el primer momento un estilo propio y personal, por mucho que se le puedan achacar sus peros. Rodado en un blanco y negro tan crudo como el severo y gélido paisaje en el que se ambienta, también es este un corto que habla del ambiente adolescente, de sus afecciones y desafecciones, de la inocencia y la injusticia.
Nuevamente nos encontramos con un chaval en busca de su lugar en el mundo, que combate su aislamiento al aferrarse al frágil amor de su novia, a pesar de que ella se siente avergonzada por que la madre de él trabaja como limpiadora en el instituto (lo que debe suponer un grave signo de deshonor entre los jóvenes búlgaros, entendemos). Más allá de algunas debilidades en el argumento y de un final ciertamente peculiar, lo que es innegable en Sram es la solidez de los planteamientos estéticos y la madurez en la mirada de Krumov, junto con una más que creíble interpretación por parte de su protagonista; elementos que ya de por sí son capaces de justificar y ponderar el film.
Al lado de estos premios, el Jurado Internacional decidió otorgar tres menciones especiales a otros tantos cortos estimables, pero no tan contundentes como los anteriores: la producción británica Dependent, de Phil Sheerin (otra mirada al mundo juvenil), la tragicomedia austriaca Der Sieg Der Barmherzigkeit, de Albert Meisl, y el documental de coproducción hispano-cubana Hasta siempre, Comandante, de Faisal Auttrache.
El palmarés se completa con el Premio Estudiantes de la Jeunesse, concedido al documental suizo Ligne noire, un corto sin apenas diálogos basado en largos planos secuencia que muestran la contaminación de un río en India, y el Premio del Público, que también recayó en una película suiza, Bonobo, de Zoel Aeschbacher, que aborda desde una ficción con un potente tono documental el día a día de los habitantes de un asilo. Un corto firme y sin fisuras, que sin embargo adolece de cierta previsibilidad.
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