Los limites entre el discernimiento y la sugestión pueden ser estrechos. Incluso, en relación a las propias experiencias. Así que aún son más difusos si corresponden a experiencias ajenas. En la década de los 80 se extendió en Estados Unidos una alarma social (¿o paranoia?) con respecto a los abusos sexuales infantiles combinados con prácticas rituales satánicas. La espoleta fue un libro autobiográfico, Michelle remembers (1980), escrito por el psiquiatra Lawrence Pazder y su paciente (y luego esposa) Michelle Smith, cuya semilla fue esparcida por la atención recurrente de los medios, coincidente con la ampliación de la emisión televisiva a las 24 horas, lo que implicaba necesidad de temas que pudieran captar el interés del telespectador. La semilla encontró una circunstancia social particularmente receptiva, como un creciente puritanismo exacerbado o una desorbitada preocupación por los hijos (en lo que también pudo influir, como alguien señala, la descarga de la culpa por el absentismo del hogar debido a la creciente incorporación de la mujer en la actividad laboral), que ayudó a que se otorgara relevancia (¿o se sobredimensionara?) a la posibilidad de una amenaza que se consideraba más bien factible. El caso McMartin fue el más célebre. Una madre denunció que su hijo había sido sodomizado en la guardería que dirigían los McMartin, madre e hijo. No fue la única. Se sumaron 360 denuncias. Fue el caso judicial más largo de la historia en Estados Unidos hasta entonces. En 1990 fueron exculpados. Por tanto, ¿qué generó terror, esas siniestras prácticas, que sí eran reales, o la sugestión propiciada por los medios o por la práctica de psicoanalistas que utilizaron hipnosis con sus pacientes? ¿En qué medida eran fidedignas las evocaciones de estas en ese estado? ¿En qué medida eran recuerdos o alucinaciones o invenciones? ¿En qué medida condicionó la histeria que fue propagándose como un incendio? ¿En qué medida el terror lo generaba el mismo temor?
Eso es lo que explora Demonic, de la cineasta australiana Pia Borg, autora de la también excelente Silica (2017), cuyas imágenes eran composiciones de espacios del sur de Australia, mientras una voz en off nos hablaba de una mujer que realiza localizaciones de escenarios de otro mundo para una película de ciencia ficción. Aunque más bien nos desubicaba con interrogantes sobre nuestra percepción y relación con la realidad. Su territorio era el de la abstracción: Un hombre jugaba al golf en la oscuridad con pelotas fosforescentes, como si fuéramos nosotros con nuestro espejismo de realidad, esa serie de rutinas y patrones que establecemos para conducirnos en la oscuridad (esa oscuridad que presuntamente iluminamos con nuestros relatos y nuestras películas, lo que creemos que es real, lo que creemos percibir y discernir). Un coche boca abajo, en la distancia, parecía haber sufrido un accidente, pero en la proximidad se revelaba que eran los residuos de algún rodaje. En su interior, un maniquí. Aunque pensemos que conducimos nosotros la realidad, en qué medida es una realidad sintética, proyectada o programada, y en qué proporción nosotros reales y ficcionales.
De nuevo, con Demonic, Pia Borg cuestiona con ingenio cómo los límites entre documental y ficción son también estrechos, o las posibilidades expresivas del documental muy amplias, en cuanto conjuga registro y transfiguración, lo real y la invención. Demonic combina imágenes de archivo con planos de espacios, interiores o exteriores, vacíos, como si el acontecimiento y el vacío establecieran un diálogo, una dialéctica. Esa que interroga si el acontecimiento no será más bien presunto, un vacío. En sus primeros pasajes asienta una desasosegante atmósfera de terror, más efectiva que el noventa por cierto de la ficción terrorífica de la última década. Las grabaciones de la sesión de una paciente, que relata un abuso relacionado con rituales satánicos, combinadas con un movimiento de cámara que retrocede por un pasillo, se enrosca en la piel, amplificado por el perturbador uso del diseño sonoro. Los contornos parecen nítidos, pero ese movimiento indica que quizá lo que parece no es.
Esos planos en movimiento, que no registran lo real, sino que son fisuras que evidencian un vacío, comentarios de la ficción (la huella de la creadora, del yo subjetivo que establece su comentario mediante un inventivo y agudo recurso del lenguaje) se intercalan a lo largo de la narración. Irrumpen, entre las imágenes documentales, o registros de lo real (de los juicios, de los medios, de los lugares de los acontecimientos) para evidenciar una ficción, sostenida en la sugestión. En una nada. En general, son movimientos que retroceden, muy pausadamente, en diferentes estancias, sea un salón o una cocina, pero también avanzan, como en algún exterior. Ese movimiento hacia nada transmite, del modo más efectivo, la alteración perceptiva consustancial al género fantástico, y asienta las interrogantes incisivas. ¿Todos esos relatos, todas esas convicciones que establecieron un estado de alarma, no evidenciaban una enajenación? ¿Ese vacío, esa reificación, en parte por sugestión, en parte por mediatización, interesada o por rigidez moral, que colindaba con el desquiciamiento puritano, no fue lo que generó el terror? No había nada sino histeria. Relatos que establecían localizaciones de escenarios de otros mundos, los escenarios de la ficción de terror. Del mismo modo que en Silica, la cineasta australiana nos interroga sobre nuestra relación con lo real, y en qué medida contaminamos la realidad con las ficciones que generamos como si fueran la supuración de una infección.
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