Con la precisión de un bisturí térmico, Julio O. Ramos disecciona en este Desecho / Debris (que acaso quepa considerar como el cierre de una trilogía sobre el tema, si sumamos sus también notables Una carrerita, doctor (2011) y Detrás del espejo (2012)) , la sociedad peruana actual desde un punto de vista crítico, sin dejar de lado una forma de narrar clásica y ágil al tiempo que se apoya fundamentalmente en un buen guión, unas interpretaciones más que correctas y un montaje muy inteligente.
En este caso concreto nos habla de la brutal y cuasicriminal (por no decir criminal directamente) explotación laboral a las que se ven sometidas las clases obreras en Perú, en gran parte de los casos con el añadido de la discriminación real. Y lo hace en su narración usando el no por conocido menos efectivo mecanismo del crescendo con sorpresa final propio del thriller, siendo en este caso el personaje sorprendido (nunca mejor dicho) un magnífico protagonista encarnado por el famoso y afamado actor mexicano Tenoch Huerta.
Pero aunque Ramos use mecanismos propios del ‘thriller’, su propósito principal es, como decíamos, mostrarnos una escalofriante realidad, para lo que usa numerosos planos secuencia y subjetivos y algunos planos contraplanos, que combinados con la ausencia de música y el efectivo montaje de esos planos nos deja la sensación de haber recibido un doloroso puñetazo de eso justamente, realidad.
Desde luego, a este logro contribuye de forma decisiva la interpretación de unos efectivos secundarios, pero fundamentalmente la de este estupendo Tenoch Huerta encarnando con matices de una muy medida expresividad – muy buena también la dirección de actores – al clásico personaje protagonista que mencionábamos más arriba y que, a pesar de tener asumidas como capataz unas condiciones de trabajo que sabe muy injustas, se topa con una (otra vez la palabrita clave) realidad mucho más violenta aún e insospechada cuando tiene lugar un grave accidente laboral que afecta a uno de los hombres de su cuadrilla de obreros.
Desecho dura apenas doce minutos, y esta duración (muy de agradecer, por otra parte) nos parece muy acertada, porque unida a ese muy logrado ritmo ya comentado nos deja la impresión de una pildorita de esas tan amargas de tomar como efectivas en sus resultados, que deja de lado, además, la tentación de elaborar discursos maniqueos que al menos a un servidor molestan mucho por aquello de no dejar al espectador margen y que parecen considerarnos un tanto estúpidos.
Y relacionado en parte con esto que comentábamos precisamente es donde veo, si acaso, algún pequeño fallo en el film: un maquillaje sangriento en el protagonista que resulta excesivo no por su volumen – como decía la canción de Javier Krahe – si no por su duración (varias secuencias), como para recordarnos e incluso tenernos sobreaviso de ese horror final : creo sinceramente que es innecesario, redundante, así como también me lo resultan los demasiado numerosos transfocos que, tan de moda hoy en día, poco o nada aportan a esta excelentemente producida, interpretada y dirigida película cuyo mayor acierto consiste en hacernos respirar el olor a yeso de la construcción de un edificio mezclado con el del azufre y la sangre de la violencia e inhumanidad del hombre por el hombre en pleno siglo XXI: el olor de un desecho.
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