Por razones que se nos escapan, debe haber algo extrañamente fascinante en ver a la gente saltar desde un trampolín a una piscina, tratándose de un tema que incluso ha sido el objeto de más de un ‘reality show’. Puede ser similar a quedarse en trance viendo natación sincronizada, patinaje sobre hielo o el sonido casi hipnótico de la pelota en un partido de tenis. Más que de un documental, deberíamos hablar de Hopptornet casi como un “experimento social”, pues ese parece haber sido su planteamiento de base. Aunque cuenta con más herramientas que irá desvelando en sus 17 minutos, su esencia está en una cámara fija situada frente a un trampolín de diez metros de altura sobre una piscina. Por este escenario irán pasando diferentes personajes que saltarán o no, pero casi siempre se lo van a pensar mucho. Y aunque hemos empezado hablando de saltos, en Hopptornet la importancia está más en el “antes de” que en el propio salto. De hecho, algunos de los saltos de aquellos que se deciden están cortados por el montaje. Y tan importante es lo que sucede arriba que los directores ni esconden ni camuflan el dispositivo montado, pudiéndose ver en todo momento hasta cinco micrófonos situados en la plataforma que recogen las dudas, respiraciones, reacciones y comentarios de los “aspirantes”.
Hopptornet (torre de saltos, literalmente) ha sido el cortometraje ganador del Synch Leader Award en el Festival de Göteborg y ha recorrido ya otras citas como la Berlinale, Documenta Madrid, Hong Kong o IndieLisboa. Es un trabajo que habla mucho de nuestra propia condición humana, pues su temática es aplicable y extrapolable a las grandes decisiones que debemos tomar en la vida diaria. Así, los personajes que aceptan el reto muestran su indecisión, sudores fríos, risa nerviosa, miedo, hiperventilación, terror, respeto, mucho tocamiento de barbilla, nuca y comisuras de los labios. Dos pasos adelante, un paso para atrás. Media vuelta, vuelta a empezar. Rituales de enfrentamiento ante la adversidad, ante el miedo, ante lo desconocido. Gestos tan humanos y con los que nos podemos identificar tan fácilmente que el visionado resulta enormemente divertido.
Asomarse al borde, retraerse, volverse a asomar y valorar la altura… El montaje juega al despiste, mostrando a veces las decisiones más insospechadas. Así, una preadolescente decidida no se lo piensa tanto, una señora mayor, que ha estado a punto de tirar la toalla autoinculpándose por “no tener agallas”, respira hondo, se toma unos segundos y se lanza al vacío como quien se dirige al cadalso, pero el chico tatuado con pinta de macarra se da media vuelta y se va por donde ha venido. O nos muestra retos absurdos que nos marcamos de palabra, como esa pareja de jovencitos en la que el chico quiere ser el que salte antes de la chica para no quedar como un gallina. O frases en caliente tan tontas y obvias como “mi cabeza dice ¡vamos! Pero mi corazón dice no”. En el fondo, si de algo puede presumir Hopptornet es del enorme ejercicio de empatía que lleva a cabo.
Puntualmente, Hopptornet amplía su lenguaje espartano a través de dos efectos siempre resultones y agradecidos. En primer lugar, la pantalla se divide para enfrentar a distintos perfiles con actitudes complementarias o contrapuestas, o para enriquecer el plano de la persona que está a punto de saltar y dialogar con él, como cuando la segunda pantalla nos muestra en plano general el perfil completo de la caída y su verdadera altura, situándonos en la tesitura como espectadores de qué opción tomaríamos nosotros, o para mostrarnos junto al indeciso el interior de la piscina, la quietud y la calma de la masa de agua azul antes del estallido por inmersión del saltador de turno. Y por otra parte, no podía faltar, dentro de un ejercicio que de algún modo tiene que ver con lo “deportivo”, la cámara lenta (porque, reconozcámoslo, ver a gente caer en cámara lenta es muy bello) utilizada con mucha mesura pero con resultados más desiguales, pues es propio cuestionar la necesidad de incluir ese plano final a cámara lenta: un salto estupendamente ejecutado con voltereta incluida más propio de una profesional, y subrayado con el Himno de la Alegría de Beethoven, un momento que rompe, solo un poco, con la previa sobriedad y minimalismo en las formas. Dicho lo cual, basta de palabrería. ¡Alehop!
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