Primera aclaración: esta reseña sólo puede ser una reseña incompleta. La disco resplandece no es una pieza autónoma, sino que forma parte de un largometraje colectivo en torno a las relaciones entre turcos y armenios, In the same garden, en el que han participado directores como Ali Asgari, Alexandre Rockwell, Adrian Sitaru o el propio García Ibarra. Y como aún no hemos visto el largometraje íntegro, resultaría aventurado hablar del trabajo de García Ibarra en su globalidad.
Y segunda aclaración: se ha comentado que, con La disco, Chema García Ibarra sigue fiel a su peculiar universo. Y es así pero no es así. Porque, aunque el universo de Ibarra se reconoce en cada escena, el director ilicitano no ha rodado como siempre lo mismo de siempre. De acuerdo, está el humor, está la ciencia-ficción barata, están los personajes de barriada… pero no son, como veremos, los mismos planos de El ataque los robots de nebulosa-5 o Misterio. La disco no es una nueva entrega del estilo García Ibarra, es una evolución.
En principio, La disco resplandece cuenta la historia de una escapada de noche de sábado. Cinco jóvenes, entre los cuales adivinamos que hay hijos de inmigrantes turcos y armenios, se citan en mitad del pueblo (probablemente Callosa del Segura, en Alicante), organizan una pequeña fiesta nocturna en la cantera de los alrededores, y acaban colándose en las ruinas de una antigua disco desvencijada para bailar ‘reggaeton’ («La disco resplandece» es un tema de los grupos ‘La mafia del amor’ y ‘El Combo perfecto’).
Ya sabemos cómo filmarían esta historia los hermanos Dardenne, pero no es el caso. Para empezar, García Ibarra lo rueda todo como si fuera una historia de ciencia-ficción, bien ayudado por un 16 mm 1:33 adecuadamente desteñido, cortesía del operador Ion de Sosa. El primer plano del corto es el de un triángulo de piedra con el ojo de Dios, cuyo pico está resaltado por el reflejo del sol. Sobre el plano se superpone el título del corto con tipografía setentera, y vienen a la memoria diversas películas, entre Jesucristo Superstar y Zardoz.
A partir de ahí, buena parte de los planos de la película son chocantemente amplios, como si García Ibarra quisiera crear una atmósfera fantástica a partir de los escenarios filmados: la cita en el pueblo con la escultura de la Guerra Civil; los montes lejanos, que después del plano inicial cobran un aire mítico; lo mismo pasa con las canteras, que de algún modo evocan El planeta de los simios, La amenaza de Andrómeda y hasta Capricornio Uno; y por supuesto, la discoteca ruinosa y un poco espectral, vestigio de una época gloriosa que estos jóvenes no alcanzaron a vivir: la ruta del bakalao. Atmósfera fantástica que también se advierte en los detalles: las astronaúticas zapatillas con luces de colores de una de las chicas; o el relato de una extraña luz que provocó que el gobierno acordonara la zona (y ahí nos acordamos de Velasco Broca).
Tratándose de García Ibarra no falta el humor, aunque este nunca empaña la sensación de desarraigo de unos personajes que se mueven entre las ruinas de una civilización perdida (sin autocompasión alguna, eso sí). Estupenda es la intervención de los secretas («perdón por lo de subnormal»), las mentadas zapatillas luminosas o la descripción de EuroDisney como un pasaje del terror. Se habla mucho de posthumor, pero a mí me recuerda más bien al cine del ínclito Santiago Lorenzo, no por casualidad uno de los ídolos de García Ibarra, al que también le une el espíritu absurdo y estrambótico y el exquisito gusto y detallismo para reconstruir los escenarios callejeros, destartalados y cutres (esa portada de Cristo sobre la verja de la cancha). Pero que quede claro: Lorenzo es Lorenzo y García Ibarra es García Ibarra.
Y por cierto, podría pensarse que esos planos amplios acaban anulando a los personajes, convirtiéndoles en puntitos impersonales, pero lo cierto es que La disco resplandece rebosa amor hacia sus protagonistas: no están filmados de manera distante, están filmados desde lejos, que no es lo mismo, y eso remarca su vitalidad en medio de este escenario mitológico pero depauperado. A través de este peculiar modo de representación puede palparse el respeto y el cariño de García Ibarra hacia los cinco jóvenes (cuyo acento, eso sí, es tan cerrado que a veces necesitaríamos subtítulos para entenderlos). Y de algún modo, la imagen de los chicos en la verja mientras escuchan el canto armenio resulta emocionante. Sin que parezca pretenderlo, García Ibarra consigue transmitir esa idea de hermandad entre pueblos de un modo que, lo sea o no, parece nuevo.
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