De un tiempo a esta parte, este cronista tiene la sensación de que los principales festivales de cortometraje del mundo han apostado por una línea de programación demasiado rígida, que ha tendido a magnificar en exceso los logros de ciertos tipos de cines en detrimento de otros. Una política que ha acabado revelándose algo artificiosa, limitando en demasía el tipo de propuestas que suelen acceder a los festivales, y que hoy coloca a los programadores en una situación delicada, pues estos se ven obligados a moverse en un margen de propuestas cada vez más estrecho y repetitivo.
La Berlinale tampoco se libra de los límites aquí apuntados, pero lo cierto es que Maike Mia Hohne y su equipo hacen tan bien su trabajo que consiguen encontrar cosas nuevas aun dentro de los estrechos márgenes (¿auto?)impuestos, proponer caminos distintos, marcar un rumbo a seguir. Así las cosas, Berlinale Shorts vuelve a revelarse como la muestra más madura e interesante de los Festivales A, y la más preparada para una posible reinvención futura de las reglas del juego.
Y es curioso: este año la Berlinale ha contado con cortometrajes brillantes, pero, en mi modesta opinión, casi ninguno de los mejores figuraba en el Palmarés (lo cual no quiere decir, ni mucho menos, que los títulos ganadores carezcan de valor). Así que permítannos que rompamos la dinámica de redacción habitual: primero, las mejores propuestas; después, los galardonados.
El experimental nunca falla
Aunque el cine experimental tampoco se salva de esa sensación global de codificación, sigue siendo la disciplina que más y mejor resiste a cualquier tentativa de acartonamiento, de tal modo que incluso una propuesta tan, digamos, clásica dentro de su ámbito como Wishing well de Sylvia Schedelbauer (Alemania) acaba desvelándose como el corto más hermoso y paradójicamente moderno de la competición.
Como suele ocurrir con el cine experimental, no me pidan que les dé razones, y si otros espectadores opinan que no es más que una soberana tomadura de pelo, no seré yo quien sea capaz de rebatirles de manera argumentada. Pero, por lo que a mí respecta, Wishing well fluye envidiablemente a base de impregnación, musicalidad y deslumbramiento. Lo que vemos es, a priori, muy sencillo. Dos tipos de planos, los de un bosque y los de un niño, se alternan a un ritmo que está a punto de desafiar a la retina, a la manera de un 'flipbook'. En medio de esa alternancia se originan superposiciones, yuxtaposiciones, alejamientos/acercamientos de cámara y fugas oníricas que arrojan un conjunto de gran capacidad evocadora, capaz de mezclar a placer lo claro y lo turbio con una armonía visual prodigiosa. Una auténtica delicia que merece mucho más que un comentario de urgencia y que no olvidaremos en estas páginas.

Wishing well, de Sylvia Schedelbauer
Mi preferencia por Wishing well no me impide reconocer el notable valor de otros experimentos visuales. Entre ellos destacaría el interesantísimo Imperial Valley (cultivated run-off) de Lukas Marxt (Alemania-Austria): en él, se muestran imágenes aéreas de un valle de cultivo de frutas y verduras situado en la frontera entre EEUU y México, que carga con serios problemas de irrigación. Y la propuesta de Marxt no puede ser más sugestiva: por un lado, las imágenes aéreas muestran planos y planos de tierras secas y estriadas, surcos y estrías que acaban conformando una fascinante sinfonía de líneas abstractas; por otro, esas imágenes abstractas no hacen sino remarcar la desertización de esas tierras. Es decir: en Imperial Valley el cine abstracto cobra una evidente lectura política. No es la primera vez que se hace algo así, pero los resultados poseen una gran virulencia.
Crazy Berlin
Sin duda, otro de los caminos que permite mayores fugas de los modelos dominantes es la rayada pura y dura, el despropósito, el 'nonsense', la narración libérrima. Y el hecho es que resultó tonificante encontrarse en Berlín con títulos tan demenciales como Babylon de Keith Deligero (Filipinas). Hace poco hablamos de un disparate filipino llamado Jodilerks de la Cruz. Babylon supera su nivel de insensatez. Definitivamente, los cineastas filipinos están como una regadera.
Vamos a ver. Un pueblo filipino regido por un cacique sangriento al que se enfrenta un grupo de resistencia salido de la más ruin telenovela, y en el que tienen el don de hablar tanto los gallos como las bolsas de patatas fritas. Babylon hace honor a su título: todo es un sinsentido sin continuidad dramática alguna, llamar actuación a lo que hacen los actores resulta un tanto clemente, y aunque pretende ser divertido las carcajadas son contadas (salvemos un momento genial: tres secuaces rodean al protagonista; este se defiende y consigue apalear a uno de ellos, y acto seguido los otros dos secuaces ¡se unen al protagonista para apalear a su compañero!).
Y sin embargo, Babylon es una fiesta para los sentidos. El desatino continuo alcanza niveles que llegan a causar admiración, y la apuesta por lo 'amateur' no solo funciona estupendamente, sino que arroja una mirada insólita sobre el relato: como en el mejor cine 'trash', la cutrez absoluta del acabado técnico y artístico no hace sino dejar al descubierto el escenario que retrata (un 'thriller' estilizado convierte el mundo de la mafia en algo atractivo; un 'thriller' cochambroso como este despoja a la mafia de toda capacidad de atracción, la muestra, paradójicamente, con toda su crudeza). Babylon desconcierta de principio a fin, y para un corto no hay nada más sano que ser desconcertante.
Babylon no fue la única incitación al caos. Destacaron dos animaciones estupendas que apostaban abiertamente por la libertad narrativa absoluta. En el caso de Solar Walk de Réka Bucsi (Dinamarca), premiado con el Audi Short Film Award, su autora consigue conformar un hipnótico universo (nunca mejor dicho, ya que propone un viaje interplanetario) empleando una escritura automática que da lugar a momentos de rara belleza, como aquel en el que un gigante orina un universo nuevo, lleno de estrellas y planetas... y los dos astronautas deciden bañarse en él. Por su parte, el desbordante Coyote de Lorenz Wunderle (Suiza) apela a la animación bestia de apariencia infantil, a lo Ralph Bakshi, para construir su relato de un coyote que decide vengarse de unos lobos Ángeles del Infierno que han despedazado a toda su familia. Coyote no ahorra detalles sanguinolentos, y tanto su tarantiniana historia como sus derivas sobrenaturales poseen tanto ingenio como bruta plasticidad.

Coyote, de Lorenz Wunderle
Nos queda Burkina Brandenburg Komplex de Ulu Braun (Alemania), que obtuvo la nominación a los Premios de la Academia Europea. El título es suficientemente gráfico: se trata de ubicar a alemanes medios viviendo en un Burkina Faso de postal, con museos de cultura prusiana en los que se exponen latas de 'Red Bull' y chamanes que invocan sortilegios con los que crean dentífrico. Suena genial, pero lo cierto es que los resultados del corto se sitúan por debajo de tan prometedor punto de partida, y solo en contados momentos logran provocar o, simplemente, divertir.
Lo mejor del estrecho margen
Dentro del cine que más fácilmente puede enmarcarse en unos códigos reconocibles, la excelente labor de los programadores permitió descubrir un buen puñado de títulos capaces de ofrecer nuevas direcciones. De todos ellos, me gustaría destacar el excelente documental Terremoto Santo de Bárbara Wagner y Benjamín de Burca (Brasil).
Wagner y de Burca ya participaron en Berlín con otro curiosísimo documental, Estas vendo coisas, en el que los directores mostraban al desnudo todo el proceso de fabricación de éxitos musicales del 'Tecnobrega' brasileño. De ese modo, despojaban al 'Tecnobrega' de todo su brillo, y desenmascaraban la lacerante realidad social que se oculta detrás de tan complejo entramado industrial. Pues bien, Terremoto Santo hace lo propio con grupos evangélicos de Pernambuco, a través de una sucesión de números musicales cantados (y bastante bien) por diversos miembros de estos grupos de actividad social un tanto dudosa.
El desenmascaramiento de la nada que hay detrás de tanta loa a Jesús es, aquí, inventivo y brillante: los apasionados cantos 'gospel' son grabados en mitad de un estudio desangelado; la pasión por el señor se graba en un paisaje con cascada o en un río que convierte el Jordán de San Juan Bautista en la más rancia postal... y así sucesivamente hasta llegar a escenarios aún más insospechados. Terremoto Santo se muestra respetuoso y distante con los individuos que integran los grupos, pero implacable con aquello que representan. Y aunque tiene momentos que incitan a la carcajada, nadie se ríe finalmente.
Llegados a este punto, es obligado comentar el Oso de Oro 2018, The men behind the wall de Ines Moldavsky (Israel), nuevo caso de una obra que, si bien posee grandes virtudes, no consigue extraer todo el partido a su soberbio planteamiento. Moldavsky, joven israelí, adopta la forma del diario filmado para grabarse a sí misma entrevistándose con diversos hombres a través de aplicaciones tipo Tinder... solo que estos hombres viven en Gaza y Cisjordania. Una premisa de grandes posibilidades, en la que Moldavsky emplea las nuevas tecnologías para sumergirse en el eterno conflicto árabe-israelí a través de la cotidianeidad. Qué duda cabe que se trata de un título lleno de sugerencias, pero estas son tantas que difícilmente podían satisfacerse todas. El resultado es bueno, pero era legítimo esperar aún más.
Casi no queda espacio, pero aún quedan cortos que merecen un amplio comentario. No podemos olvidarnos de Alma Bandida de Marco Antônio Pereira (Brasil), documental sobre un chico de un pueblo perdido en la jungla, que impaciente por casarse con su chica se arma de un pico con la aventurada pretensión de encontrar piedras preciosas entre las rocas. La novedad es que, del mismo modo que ocurría con el cada vez más importante Martin pleure, Pereira inserta imágenes del 'Grand Theft Auto' para describir la, digamos, heroica y muy masculina decisión del protagonista.
Como mínimo mencionar los estimulantes documentales Russa de João Salaviza y Ricardo Alves Jr. (Portugal-Brasil) y el a veces subyugante And what is the Summer saying de Payal Kapadia (India), con momentos tan hermosos como lo es su título; o esa bonita ficción sobre el destino representada en Besida de Urhobo (Nigeria). Y ya que hemos mencionado África, finalizamos con el precioso Oso de Plata, Imfura de Samuel Ishimwe (Suiza-Ruanda), relato antropológico en el que un joven vuelve a su pueblo 20 años después del célebre genocidio hutu-tutsi (en el que murió su madre), encontrándose con una comunidad que le acoge como un hijo pródigo, pero en la que se siente un auténtico extraño. Sentimiento de extrañeza que impregna de melancolía esta descripción veraz de un modo de vida que sobrevive, a duras penas, a un tiempo de devastación.
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