La Berlinale incide en la línea que en los últimos años les ha llevado a endurecer su programación de cortometrajes, especialmente en la Sección Oficial, decantándose cada vez más por narrativas más abstractas y ejercicios formales. Apenas hubo en 2019 espacio para las historias sencillas o dispositivos asequibles y en general asomarse a su competición principal supuso un reto para los espectadores. No es que esta opción se de por sí cuestionable, por lo que pueda tener de búsqueda de formas nuevas y de ideas sugerentes y sorprendentes. El riesgo que se está corriendo sin embargo, curiosamente, es el de estandarizar las propuestas de los festivales más importantes, empujándoles a parecerse cada vez más lo unos a los otros. En este sentido, poca diferencia puede encontrarse ahora entre este festival y los de Rotterdam, Oberhausen, Locarno y otros en una corriente similar, en los que parece que sólo acaba de tener cabida un cine cada día más híbrido y complejo. Además, esto puede provocar, como en el caso que nos ocupa, que el conjunto de la programación sea irregular y a veces un poco agotador. Evidentemente, apostar por el riesgo conlleva su riesgo, y no siempre una buena idea termina en una obra completamente lograda.
La distribución de premios de la pasada Berlinale refleja un poco esta cuestión, ya que algunos premios pueden ser bastante cuestionables, aunque en otros casos entendibles. Umbra (Florian Fischer, Johannes Krell. Alemania, 2019) puede que sea en ejemplo más sintomático. El corto terminó por alzarse con el Oso de Oro al Mejor Cortometraje. Un premio que se nos antoja excesivo para una propuesta un tanto hueca y pretenciosa, articulada como una reflexión plástica sobre luces y sobras, sobre oscuridades e iluminaciones que desemboca al cabo de 20 minutos en un tono místico. Lo peor de la pieza no radica en su concepto inicial, sino en un desarrollo plano y reiterativo que no logra desplazar la sensación del ya visto y que más que una reflexión, se termina traduciendo en una travesía por paisajes comunes y básicos que poco a poco van despojándose de elementos figurativos para abrazar la abstracción.
Tampoco acaba de ser del todo satisfactorio el Oso de Plata, Blue boy, del argentino Manuel Abramovich, aunque está en todos los aspectos mucho mejor que el anterior. Abramocivh ya demostró en el pasado (La reina, Las luces) un firme dominio del cine documental amparándose en una mirada ácida, un sólido sentido del montaje y una capacidad para traducir en sencillez ideas que esconden mensajes más profundos y estimulantes. Blue boy emplea un dispositivo tremendamente sencillo: una serie de retratos de jóvenes emigrados a Alemania que miran a cámara impasibles y sobre los que se oye una voz en off (suponemos que la suya), en la que relatan su experiencia dentro de la prostitución. Las historias son formidables y aterradoras, y en este sentido el corto es contundente y lleno de contenido, pues nos lleva, más allá de las vivencias personales, a asistir a un retrato sobre la dominación, la explotación, las fuerza del rico frente al pobre… Blue boy es un buen documental, sin dudas; aunque lo único que le lastra es el propio dispositivo, que puede resultar demasiado simple. La imagen queda demasiado deudora del retrato. El escenario único (un bar de ambiente donde presumiblemente los chicos encuentran a sus clientes), termina por perder dimensión. Y llegados a un punto, las historias dejan de aportar matices a la reflexión que impone. Aún así, insisto en que es un filme necesario, revelador y sólido, que nos permite seguir confiando en este interesante cineasta.
Por su parte, Rise, premiado con el Premio Audi, era otra de las obras más esperadas de este año. Se trata del nuevo trabajo del tándem brasileño Bárbara Wagner y Benjamin de Burca, que en los últimos años habían llamado la atención con sus singulares (y exóticamente divertidos) documentales musicales Estás vendo coisas (2016) y Terremoto santo (2017), donde la excusa musical nos llevaba a una mirada entre lo antropológico y lo kitsch. Rise, coproducido entre Brasil y Canadá, es también un documental en donde la música es la espina dorsal y el elemento narrativo fundamental. Aunque el trabajo de puesta en escena y el aparato técnico es elegante y atractivo, el mayor problema es que los cineastas se han tomado demasiado en serio lo que retrataban y el filme carece del humor y el distanciamiento de las anteriores obras. También puede ser que la comunidad negra de poetas y cantantes de soul y rap de Canadá, reunidos en un colectivo del mismo nombre que el corto, por mucho que su labor y calidad sea indudable, sean menos llamativos y exóticos, pues no resultan tan singulares como en los otros casos. Queda claro el compromiso político tanto de los artistas como de los cineastas, y su reivindicación del espacio urbano como su hábitat natural de creación (representado aquí por la flamante estación de metro que enmarca las actuaciones de cada uno), al mismo tiempo que se pone en relación con la cultura autóctona canadiense, pero el resultado final termina por ser demasiado, sin desmerecer algunos logros artísticos.
La Mención Especial fue para Omarska (Varun Sasindran. Francia, 2019). Nuevamente estamos ante un trabajo irregular, aunque en este caso puede ser entendible al ser un filme de graduación (Fresnoy), y hay que reconocer que el director se metió en un terreno muy complejo y pantanoso. El tema del documental es la historia de un campo de concentración bosnio, emplazo en una antigua factoría que a día de hoy explota una multinacional. Sasindran deposita el peso de la historia en la entrevista a una jueza serbia que fue encerrada allí y nos describe las instalaciones y algunas de sus experiencias. No termina sin embargo de extraer toda la vivencia del personaje, lo que, curiosamente, lejos de ser un problema, acaba siendo el mayor mérito del filme, pues el secreto, la vergüenza y el trauma, como un fuera de campo de la trama, empujan al espectador a imaginar los huecos en el relato de la protagonista. Falla un poco más en lo meramente visual, superponiendo distintos formatos (planos de la entrevistada, planos de las instalaciones, imágenes grabadas en el lugar, recreación 3D) sin un criterio del todo claro. A pesar de sus déficits, es un documental interesante y es digno reconocer el valor del joven realizador a la hora de enfrentarse a un proyecto tan complicado.
Curiosamente, dentro del palmarés logró colarse la obra más narrativa y clásica de toda la competición, la española Suc de sindria, de Irene Moray, que recibió la nominación a los Premios EFA que concede en festival alemán. Situada en las antípodas estilísticas (que no en cuanto a posicionamiento ético y político) del desenfado Bad lesbian, su anterior trabajo, Suc de sindria es un corto intimista y condensado que narra la superación de un trauma (bueno, en realidad de dos traumas). Concebido a partir de media docena de secuencias, que casi son set-pieces en sí mismas, Moray filma con calidez y cercanía el desarrollo de la relación entre una chica y su novio durante el fin de semana que se van a pasar a una casa de campo con unos amigos. Moray alcanza los mejores momentos del corto en las secuencias entre los dos protagonistas, capturando la evolución de ambos como pareja y por separado, y logrando una gran naturalidad en sus actuaciones. De hecho, la secuencia coral del film que ejerce de bisagra (donde el fin salta de una esfera íntima a una social) es la más floja a nivel de puesta en escena y guión. La sencillez de Suc de sindria a veces se tiñe de un poco de ingenuidad, y su ligereza hace que el corto desentone un poco dentro de la línea general de la competición; pero hay que reconocer que esta ligereza y positivismo termina por agradecerse.
Dentro de los cortos que lastimosamente no resultaron premiados destaca también el otro cortometraje español del concurso, La leyenda dorada, corto hecho a cuatro manos entre dos de los más ilustres cineastas españoles del momento: Jon de Sosa (Sueñan los androides) y Chema García Ibarra (Misterio). La leyenda dorada supone un punto de encuentro perfecto entre los intereses de ambos y su planteamiento no puede ser más brillante: a partir del microcosmos que proporciona una piscina de verano en un pueblo de interior, exponen una serie de estampas de personajes y situaciones que oscilan entre lo costumbrista, lo surrealista y lo fantástico, añadiendo pequeñas pizcas de terror cotidiano. Todo ello con un eco hacia los libros de vidas de santos, como el que da título al corto, y las estampas religiosas. La leyenda dorada prescinde por completo de un hilo argumental y prácticamente va saltando de personaje a personaje, interesado más en capturar lo ambiental que lo narrativo, pero sucesivas miradas al corto, como si de un cuadro de El Bosco se tratase, permite descubrir los pequeños detalles que cada escena esconde y disfrutar más de la experiencia, aunque se eche de menos a veces un hilo narrativo (aunque sea mínimo).
Otros buenos filmes incluidos en esta selección comparten con La leyenda dorada un carácter entre misterioso y mitológico, lo que parece marcar una curiosa tendencia dentro de la Berlinale de este año. Rang Mahal, un magnético film con el que Prantik Basu narra a una leyenda india, como ya hizo en Sakhisona (India, 2017), nos lleva a los orígenes de a creación, acercándonos de paso a la desaparición de la cultura oral de la comunidad de la que es originaria la leyenda. Tremendamente bello, buena parte de sus recursos visuales son paisajes rocosos y detalles de las vetas de las piedras, que nos trasladan a los momentos primigenios a los que remite la narración. Entropia (Flóra Anna Buda. Hungría, 2019) es una animación también un tanto mitológica, misteriosa e incluso diabólica, que descubre los instintos y los deseos animales, y en la que se puede apreciar la influencia de otra gran animadora húngara, Reka Bucsi (Solar). Y también en esta línea entre lo legendario y lo terrorífico se encuentra Héctor, producción chilena dirigida por Victoria Giesen Carvajal. Partiendo de una leyenda local sobre el diablo, el film va adoptando un tono de extraña ensoñación, cuando uno de los jóvenes protagonistas se ve atraído por la presencia de una desconcertante mujer que se hace llamar Héctor y que lo empuja a alejarse de sus amigos y a adentrarse en la oscuridad y el deseo.
Menos logrados, pero también con algunos elementos similares, fueron Flexible bodies (Louis Fried. Alemania, 2019), The Spirit Keepers of Makuta’ay (Yen-Chao Lin. Canadá, 2019) y Prendre feu (Michaël Soyez. Francia, 2019), este último, un drama con tintes de thriller sobre malos tratos, interpretado casi exclusivamente por niños, que va continuamente esquivando la narración directa, jugando con las elipsis y llevando al espectador a una atmósfera cada vez más tensa, tenebrosa y trágica.
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