Bruce Conner se dio a conocer en la década de los 50 con las estatuas que realizaba con materiales de desecho (fragmentos de muebles, pedazos de prendas, muñecas…), o dicho de modo más preciso con la combinación de materiales de desecho, como las esquirlas de una explosión, que nada distingue pero evidencia una falta, un vacío escénico. Con sus obras respondía a esa erección protésica de apariencias y funcionalidad que pretendía implantar, en la sociedad de los 50, una realidad que camuflaba su condición de pantalla y escenario programado, y que desentrañaron novelas como El hombre del traje gris de Sloan Wilson o Revolutionary road de Richard Yates, o algunos melodramas de Douglas Sirk, como There’s always tomorrow (Siempre hay un mañana, 1956) o The tarnished angels (Ángeles sin brillo, 1957). Esa película llamada ‘American way of life’. Conner, con su primera obra cinematográfica, A movie (1958), evidenció los desechos que pretendían disimularse, desnudó las explosiones, el desquiciamiento, las hipocresías (de hecho, empieza con una mujer desnudándose), como ese pene que sobresaltaba a los espectadores en las proyecciones en la magistral y visionaria The fight club (El club de la lucha) de David Fincher, otra obra fractal que reflejaba, como pocas, el desquiciamiento de nuestra sociedad, entonces (1999) y ahora. Fincher, en sus inicios, ya había dado muestras de su singular y magistral talento en el terreno del videoclip. Conner, con su estilo, anticiparía el de los videoclips, con los que destacaría, décadas después, para músicos como Brian Eno o David Byrne.
Conner combina metraje de procedencia diversa. La etiqueta de metraje encontrado (‘Found-footage’) se podría complementar con el adjetivo de metraje deshecho, o esquirlas de una inconsecuencia. En los primeros planos, como una cuenta atrás, combina letreros que señalan una subjetividad, el nombre de un autor, y una conclusión: los intertítulos ‘The end’ o ‘End of fourth part’. Se empieza en el final, porque la película, la ficción, que pretendía implantarse (en eso denominado realidad que tiene bastante de ficción) se sostenía sobre una naturaleza terminal que ahogaba a los habitantes de un modo de vida que les empujaba, o precipitaba, a una desquiciada carrera hacia la consecución del éxito, y el logro material, como seres con uniforme invisible, los cuales ignoraban que lo portaban dada la enajenación en la que les sumía la inoculación de esa película sostenida sobre la sonrisa dentífrica que busca con encomio la prosperidad material, con la amenaza de una guerra nuclear, como pertinente recordatorio de que siempre hay una amenaza afuera (o sea, corre y produce antes de que esto reviente). En A movie todos corren, y se precipitan. Comienza con la cabalgada de unos indios, y una caravana de colonos. ¿Persiguen los primeros a los segundos,o simplemente todos corren, desbocados?. En cualquier elemento, agua, aire, tierra, corren y se precipitan, y caen (dirigibles, coches, motocicletas, lanchas…). En ocasiones se combinan, como en la primera secuencia: junto a indios y colonos, se intercala un elefante en carrera o una locomotora.
Desde las profundidades, a través del periscopio de un submarino, se avista una mujer en ropa interior. El siguiente plano será una explosión nuclear. Lo que se niega y la amenaza que ofusca. La palabra ‘The end’ se repite, intercalándose entre las esquirlas del montaje, como la caída del dirigible Hinderburg, del mismo modo que se incrementan los planos de explosiones, algún rostro crispado de político (que viene a ser lo mismo), cuerpos de animales abatidos, humanos que cuelgan como reses, o apilados como desechos orgánicos, y rostros desesperados, en un entorno, el africano, que no tiene que ver con el de la ostentación de la desquiciada sociedad del consumo y la funcionalidad que corre y se precipita y genera explosiones que no saben de fronteras. Una realidad, o película, que más bien incita a abandonar la proyección, como parece sugerir ese submarinista, en el antepenúltimo plano, que se introduce en una oquedad. El último plano es el del mar, contemplado desde el interior, las aguas iluminadas por el sol, quizá el ángulo desde el que poder transformar esa realidad desquiciada en precipitación.

Another movie, de Morgan Fisher
Sesenta años después Morgan Fisher plantea una singular variante, en negro y luna, Another movie (2018), que ha ganado la Competición Experimental de Vila do Conde. Comparte la música, los Pinos de Roma de Ottorino Respighi, con la inclusión del tercer movimiento, durante el que se produce la única variación visual. Durante gran parte de los 22 minutos la pantalla permanece en negro, excepto durante los pasajes de ese tercer movimiento, en los cuales irrumpe, en la oscuridad, una luna, que volverá a desaparecer. No hay esquirlas de una película deshecha, explosionada. Sino la oscuridad que se ilumina, de modo pasajero, con la luz, con el ojo de cada espectador, que genera su propia película. Mientras la oscuridad prevalece, con la propulsión de los compases de la música, nuestra imaginación genera imágenes, relatos, películas, especula, inventa, se recrea, se distrae, e incluso desafía a lo inextricable. Una luz pasajera, efímera, que parece dotar de ciertos contornos a la difusa y escurridiza naturaleza de una realidad que quizá sólo se sostenga con las películas que generamos y proyectamos.
En este enlace podéis ver el cortometraje A movie íntegro.
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