La Nouvelle Vague fue un fenómeno freudiano, un grupo de jóvenes directores que decidieron matar a padres y que lo único que consiguieron fue suplantarlos por otros diferentes. En lugar de rendir pleitesía hacia los maestros del cine francés, al final les rindieron pleitesía a los maestros del cine norteamericano. Una operación así acabó convirtiendo a François Truffaut en un turista accidental, a Jacques Rivette en un experto en conspiraciones y paranoia, a Jean-Luc Godard en un periódico viviente (unas veces más actual y otras menos), y a Claude Chabrol en el forense de un hospital donde antes se practicaba ante todo la taxidermia.

Jean-Luc Godard y Agnès Varda
Los cineastas de la Nouvelle Vague consiguieron resolver la ecuación entre «imágenes únicas y únicamente imágenes», le dieron la vuelta al silogismo de Wittgenstein, que decía «dejemos de ver y comencemos a pensar», aunque lo hicieron a su manera, instándonos a «dejar de ver y comenzar a sentir». Fueron ellos quienes le proporcionaron un temblor al cine francés. Sus guías fueron Alfred Hitchcock y Samuel Fuller, pero también Nicholas Ray. Lo que deseaban no era sustituir el predicado por el sujeto, sólo que este último tuviese el mismo protagonismo que el primero. Y casi lo consiguen. El cine, para ellos, era un refugio y a la vez una enorme mansión llena de fantasmas, un lugar agradable y siniestro a partes iguales. Buscaban tiempos perdidos y se retorcían en sus contradicciones, con el objetivo de recuperar la nostalgia del futuro, la única que vale la pena.

Agnès Varda rodando Cléo de 5 à 7
Agnès Varda presenta muchas similitudes con Chantal Akerman. Ambas son mujeres y ambas nacen en Bélgica, pese a desarrollar luego su carrera mayormente en Francia. Si Akerman tiene ascendientes judíos, cuya sombra persigue en D’Est (1993), Varda es de origen griego por parte paterna y persigue esa parte de su identidad en Nausicaa (1970) y en su cortometraje Oncle Yanco (1967), que realiza durante un viaje a Estados Unidos que también le sirve para realizar Black Panthers (1968), formando entre los dos un díptico sobre las relaciones de amor y odio que Varda tiene con respecto a la cultura y a la sociedad estadounidenses. Además de las anteriores concomitancias entre Akerman y Varda, pueden considerarse, cada una a su manera, exploradoras más que directoras a la antigua usanza, pues ambas suelen trabajar en la frontera que divide al documental y a la ficción. Adoran, no obstante, los musicales y en general el cine de género de Hollywood. En el caso de Varda, muchas de sus películas pueden considerarse diarios filmados, en los que un tema cualquiera, como la arquitectura de la Costa Azul o la Habana, autentifica sus imágenes gracias a la fugaz aparición de la cineasta, que siempre se pone a sí misma a modo de prueba irrefutable de su compromiso y de su lealtad a las imágenes. Varda quiere dejar claro que está allí donde pretenden estar sus películas y piensa aquello que contemplan sus ojos.
Antes de convertirse en directora, Varda es fotógrafa, y antes de ser fotógrafa quiere ser conservadora de arte. Sólo estudia para esta última actividad, que es la única que no llega a realizar jamás; las otras dos las aprende sobre la marcha. Se convierte en fotógrafa cuando la contrata el Théâtre National Populaire, donde comienza a interesarse además por el teatro y por el cine. En 1954 decide realizar su primera película, La pointe courte, a menudo considerada el punto de arranque de la nouvelle vague; ella, sin embargo, no se siente cómoda cuando se la adscribe a ese movimiento cinematográfico. Según sus propias palabras, «se da ese tipo de confusión porque yo establecí unos métodos de producción personales, alejada de la industria, y porque en gran medida me dejé llevar por la inspiración, por lo que la realidad me sugería y por lo que la imaginación me dictaba». Pero ahí se acaba todo. Si uno tras otro, la mayoría de los directores de la nouvelle vague se integran en aquello que pretenden poner en tela de juicio, Varda permanece incansable en su posición de francotiradora del cine francés, lejos de todo y de todos, fiel a sí misma y a su compromiso con el cine. Esto último se entiende mucho mejor cuando se tiene en cuenta que ella, un poco antes de empezar a dirigir sus propias películas, funda la productora Ciné Tamaris, pues «una cineasta tiene que recurrir a esta solución para llevar a cabo sus proyectos».

Elsa la rose, de Agnès Varda
Frente a la sensación de lugar que uno tiene viendo algunas de las primeras películas de François Truffaut, Claude Chabrol o Jean-Luc Godard, en la obra de Varda, además de esa sensación de lugar, se introduce muy a menudo una dimensión histórica, que coloca sus imágenes en un proceso dialéctico en el que el pasado habla con el presente. Pero, desgraciadamente, lo que comienza siendo un rasgo distintivo, luego se estandariza, en cuanto los documentales televisivos hacen lo mismo, explotando cualquier fuente de información que documente una imagen. De ahí, quizás, que cortometrajes como L’Opera-Mouffe (1958), Du côté de la côte (1958) o La cocotte d’Azur (1959) hoy hayan envejecido un poco. Les sucede lo mismo que a La pointe courte, aunque en todos ellos sigue latiendo un afán por clarificar las ideas, sin dejar por ello de exhibir un alto nivel de creatividad. Ver en esos trabajos, y en muchos otros rodados con posterioridad, la sonrisa de Varda, cuya presencia es igual de fantasmal que la de Alfred Hitchcock en sus películas, les añade un componente especial, juguetón, aéreo. Les resta trascendencia, añadiendo a cambio una enorme dosis de sinceridad. Un cambio bastante significativo.
Nota: Arriba podéis ver el cortometraje Elsa la rose en versión original con opción a subtítulos en inglés. Se trata de un documental sobre la historia de amor entre Elsa Triolet y Louis Aragon, contada por ellos mismos y recitada por Michel Piccoli.
All comments (0)