En la última etapa de su carrera Ingmar Bergman quiso reconciliarse con su pasado. Un ejercicio introspectivo que comenzó con Fanny och Alexander (Fanny y Alexander, 1982), film que salpica con muchos elementos autobiográficos convirtiendo al niño protagonista del título en su propio alter ego, ya que como él, su infancia transita bajo la estricta y rígida educación de un padre autoritario, pastor protestante, y de una madre que soporta con resignación la inflexibilidad de su marido. “La familia de un pastor vive como en un escaparate, expuesta a todas las miradas […]. Tanto mi padre como mi madre eran perfeccionistas que, con toda seguridad, se doblegaban bajo esa absurda presión. La jornada laboral de mis padres no tenía límite, su matrimonio era difícil de gobernar, tenían una autodisciplina de hierro” (en Linterna Mágica, Tusquets, 2001, p. 18).
Un ambiente austero del que se evadía el pequeño Ingmar a través de la imaginación, jugando con pequeños teatros de marionetas que fabricaba o con las imágenes que proyectaba con su pequeño cinematógrafo, aquel que le regalaron a su hermano Dag y que se lo cambió por cien soldaditos de plomo según cuenta el cineasta en su citado Linterna mágica, libro de memorias que publicó en 1987 y al que siguió, tres años después, Imágenes. Pero Bergman prosigue esa revisión familiar con la escritura de tres guiones: Den goda viajan (Las mejores intenciones, Bille August, 1991), que narraba la difícil historia de amor de sus padres, desde que se conocen hasta que nace su segundo vástago, es decir, Ingmar; Söndagbarn (Niños del domingo, 1992) que viene a ser una continuación de la anterior al relatar su infancia y que dirigió su propio hijo Daniel Bergman, y Enskilda samtal (Encuentros privados, 1996) realizada por quien fuera su musa y compañera sentimental Liv Ullmann, una historia sobre la infidelidad en la que subyacen los problemas conyugales de sus padres. «Nosotros no nos enteramos de que mi madre vivió un apasionado enamoramiento ni de que mi padre sufrió una profunda depresión. Mi madre estaba dispuesta a romper el matrimonio, mi padre amenazó con suicidarse, luego se reconciliaron y decidieron seguir juntos «por los hijos», como se decía entonces”. (en Linterna Mágica, Tusquets, 2001, p. 26).
Circunstancias que planean soterradamente en Karins ansikte (El rostro de Karin, 1986), cortometraje que Bergman concibe tras Hustruskolan (1983), film para la televisión que realiza tras Fanny och Alexander y que coincide con la redacción de Linterna mágica. En poco más de trece minutos, el cineasta recoge la historia de su madre utilizando como único material las fotografías de su álbum familiar. Sin embargo, lejos de emplear las estrategias tradicionales del documental, Bergman propone un ejercicio intimista articulado a partir de la mirada, la suya hacia su madre y su entorno familiar, la de todos ellos y la propia del espectador, a quien se le invita a mirar de otra manera.
Bergman prescinde de la voz over, o mejor dicho, combina el uso de diferentes recursos, desde el hecho mismo de mostrar algunos documentos con datos como la descripción física perteneciente al pasaporte de Karin (cabello: gris, Ojos: marrón claro,…), con la utilización de contados subtítulos para proporcionar alguna que otra información, como que dicho pasaporte lo obtuvo pocos meses antes de su muerte. Mientras, la banda sonora se reduce a la música de piano de Käbi Laretei, quien fuera la cuarta mujer de Bergman y madre, precisamente, de Daniel, director de la mencionada Söndagbarn.
Al preámbulo del pasaporte le sigue la imagen de la portada de un álbum de fotografías familiar que unas manos abren con cuidado y que da comienzo al recorrido por los instantes atrapados de una vida, la de Karin, una exploración que comienza con varios retratos de sus antepasados que se suceden unos tras otros, casi de manera vertiginosa, a modo de flashes, hasta que, en un momento dado, se detiene, casi de golpe, cuando aparece la primera imagen de Karin, todavía una niña de pocos años de edad. A partir de ahí se ralentiza el ritmo. Porque, más allá de mostrar una imagen tras otra, Bergman trata de escudriñarlas casi como un entomólogo, como si el objetivo de su cámara fuera una lupa, observando cada detalle, cada gesto, recorriéndolas de un lado a otro, de arriba abajo, deteniéndose en las miradas, en las manos, en todos esos pequeños detalles que pasan desapercibidos pero que dicen muchas cosas.
Al mismo tiempo, durante ese encadenado de instantáneas se percibe cómo va creciendo Karin, cómo cambia su rostro, incluso su mirada. Y en un momento dado aparece, casi de repente, un niño que se llama Erik, al que vemos crecer en sucesivas imágenes, hasta llegar a aquella, cuando ya es un joven veinteañero, que da testimonio de su primera visita a la familia de su novia, Karin. Luego esa fotografía de su compromiso, que los subtítulos enfatizan con el adjetivo de “peculiar”: ambos posan sentados ante una mesa. Él lee un libro, como si no hubiese nadie a su alrededor, mientras ella mira fijamente a la cámara, sin apenas esbozar una sonrisa. Quizá es la imagen que presagia su futuro matrimonial. Algo que Bergman acentúa con dos primeros planos de los ojos de cada uno de ellos. Él ya es pastor. Después la vida marital, su primer hijo, el segundo, que es el propio Ingmar, el tercero, su padre en el púlpito, durante un sermón, con gesto serio, el trabajo de Karin en la iglesia, los años que pasan, las reuniones familiares, los nietos, la vejez, la enfermedad. Y de nuevo la imagen del pasaporte, la última que se hizo Karin poco antes de su muerte.
Y el epílogo, que también es un breve recorrido fotográfico, con unas pocas imágenes escogidas del rostro de Karin, aquellas en las que, de una manera u otra, aparece esbozando una sonrisa.
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