Álvaro Gago parece guiar su cámara por el mismo principio que reivindican los buenos fotoperiodistas, aquel que dice que si la instantánea no es buena, probablemente se deba a que no se han acercado lo suficiente. Gago no incurre en ese error y pega la cámara a su protagonista, a esa Ramona que sirve de pilar maestro a todo su mundo, que aguanta los embates de la vida y sacrifica todo su ser, toda posibilidad de alcanzar cierta plenitud personal.
La primera secuencia de Matria es ciertamente significativa: Ramona, encarnada por Francisca Iglesias Bouzón, prepara una apresurada comida mientras su marido duerme la mañana. Ramona se multiplica para atender a ese esposo indolente y a su hija por teléfono al tiempo que afronta su propia jornada laboral.
El trayecto que separa la vivienda de Ramona de la planta conservera en la que trabaja, esa ruta que recorrerá insistentemente, una y otra vez, a lo largo de la jornada, es también su único momento de desahogo entre dos entornos opresores: esa vivienda oscura, muerta, en la que es esclava de su marido, y la conservera, en la que sufre un “mobbing” insistente por parte de compañeras y superiores. En esa ruta la veremos en un momento de intimidad crucial, sumida en lágrimas tras su crisis laboral.
Contradiciendo la idea del matriarcado gallego, los hombres se revelan en Matria como figuras de incuestionable poder fáctico, aunque siempre estén ocultos tras las mujeres. El marido de Ramona la somete en casa con su pasividad, incapaz siquiera de dar de comer a las gallinas o de calentar su propia comida en el microondas, lo que obligará a la mujer a sacrificar su escaso tiempo libre para hacer esas tareas. Su jefe, en la planta conservera, también se vale de las mujeres, en este caso de una agresiva encargada que ejecuta sus órdenes sin miramientos.
Plano a plano, con un desarrollo ejemplar, Gago perfila el retrato de esa mujer atrapada, oprimida, que no tiene tiempo siquiera para atender los insistentes avisos de su corazón cansado de latir. Sólo al final parece encontrar un desahogo, en la grada de un polideportivo en el que juega su nieta, el único instante en que la vemos reír. Pero es un instante, antes de que todo su mundo le caiga de nuevo encima. En su mirar agotado, en un gesto que dialoga con el plano ante el espejo en el arranque del filme, está todo el drama de esta mujer a la que han arrebatado la vida. En esa mirada, perdida y doliente, está la película.
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