Hoy todos sabemos que el cuerpo de Walt Disney no está ni estuvo jamás congelado, pero ese divertido rumor no solo popularizó el fenómeno de la criogenización, sino que reveló al mundo que tal posibilidad era, hace ya 50 años, concebible. Desde entonces, la criogenización parecía un juguete únicamente destinado a los más pudientes. Pero la protagonista de Second life/Drugie Žycie, Irina Myenova, no tiene trazas de vivir mucho mejor que usted y que yo, y sin embargo ha podido reunir los medios suficientes para criogenizar a su madre de 95 años, con la esperanza de que esta pueda disfrutar de una «segunda vida» en un futuro más o menos próximo.
A partir de esta sugestiva premisa, el alumno de la Escuela de Cine de Lodz Eugeniusz Pankov ha realizado un magnífico documental que no ha gozado del reconocimiento que sin duda merece, ya que por el momento solo ha sido seleccionado en unos cuantos festivales, (Dokumentart, Moscú, Los Angeles, Alcine, Miradas DOC…), sin obtener ningún premio a día de hoy. Tal vez sea porque carece de los alardes formales que tanto gustan a los certámenes que quieren dárselas de adelantados.
En cualquier caso, los atractivos de Second life son múltiples: la novedad del tema abordado (que no tiene desperdicio); la justeza y rotundidad de sus imágenes, algunas de ellas inolvidables; la inesperada riqueza de sus tonos (el documental es a la vez escalofriante, conmovedor y, por momentos, hasta divertido); y, sobre todo, su asombrosa capacidad para dotar de forma, cuerpo y alma cinematográfica a nada menos que el miedo a la muerte.
Parafraseemos a Hitchcock. Por un lado, Second life tiene gracia. Irina ha decidido criogenizar a su anciana madre en la empresa rusa KrioRus, una de las pocas que se dedica a la criónica en el mundo. Ahora bien, el contraste entre el día a día de Irina y las supuestamente modernísimas instalaciones de KrioRus llega a resultar cómico, precisamente porque no parece haber contraste alguno. Pankov describe KrioRus casi como un depósito lechero. La oficina de sus directores no es más grande que la de una tienda de electricidad de barrio; el técnico explica el proceso de congelación con una pizarra y un rotulador como si estuviera en una clase del antiguo EGB; y las instalaciones se reducen a un vetusto almacén en el que reposa una gran cubeta blanca, blanquísima, que, eso sí, se supone que alberga cuarenta cuerpos congelados. En Second life, la sofisticación de Black Mirror se ha transformado en un escenario demasiado cotidiano, sin ‘glamour’ ni presupuesto.
Por otro, maldita la gracia que tiene. Porque, aun admitiendo las fugas cómicas de la historia, lo que queda es una sensación de estremecimiento, que en este caso procede de la emocionante descripción del personaje de Irina, su relación con su madre y sus razones para congelarla. Es decir, la Ciencia-Ficción, la Historia, las Grandes Preguntas cobran su auténtica dimensión cuando son abordadas a partir de pequeñas historias como esta.
Irina recuerda a su madre a partir de una serie de fotos que impregnan el relato de una agradecida calidez. Pero esa calidez no tarda en revelar una faz turbia: la vida de Irina y familia se ha caracterizado por la crueldad y, precisamente, la gelidez. La disciplina, el maltrato por parte del padre, la feroz represión de los sentimientos (terrible el detalle de que, cuando Irina quiso besar a su madre moribunda, esta, escandalizada, le sacudió un bofetón) y, por encima de cualquier otra consideración, una educación religiosa que todo lo impregna. Es mérito de Pankov que esa turbiedad se alíe muchas veces con la emoción: a fin de cuentas se palpa el cariño (por no decir la dependencia) de Irina hacia su madre, y la sensación de asignatura pendiente familiar encuentra su mejor plasmación en la preciosa escena en la que Irina limpia con un paño el féretro de su padre, que ya jamás podrá volver a la vida.
Pero lo mejor de Second life viene del personaje de Irina. Esta mujer a las puertas de la ancianidad muestra en todos sus actos la tensión entre la educación religiosa que le imprimieron y su miedo natural a la muerte, tensión irrespirable que da lugar a momentos de auténtica monstruosidad cotidiana: Irina rodeando su habitación con un vaso de agua mientras reza el Padrenuestro, como si de un ritual de purificación de malos espíritus se tratara; Irina tumbada en el suelo, sobre una alfombra ¡en forma de ataúd!… o un detalle especialmente revelador: Irina prácticamente equipara a su madre congelada con Cristo, ya que, al igual que Jesús, su madre también acabará volviendo a la vida.
La última secuencia es antológica, y no hay problema en contarla porque hay que verla para creerla: Irina abrazada a la cubeta blanca, blanquísima, donde reposa el cuerpo congelado de su madre. Aferrada a su dependencia familiar, su fe en la superación definitiva del miedo a la muerte, su esperanza en una nueva resurrección de los muertos.
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