El proceso de desintegración que atraviesa el arte y la industria cinematográfica corre en paralelo, como no podría de ser de otro modo, a la marcha de la sociedad de nuestros días. Parece claro que muchos modelos se derrumban a nuestro alrededor, tanto sociales como económicos, evidenciando la fractura de un sistema de organización global que atraviesa todos los ámbitos de nuestras vidas. Sin abandonarnos al abrazo apocalíptico, parece que la sociedad de nuestros días se enfrenta a un inevitable cambio de paradigma, lanzada a la búsqueda de una eclosión que la lance hacia una nueva etapa. Una solución que no se deja aprehender por ahora.
Si el cine siempre ha navegado por el lado metafórico de la vida por medio de su cualidad especular, la degradación de las estructuras materiales, económicas y culturales que le daban sustento, también se corresponde con las de ámbitos mayores y más reales; tanto más cuando el cine es un elemento más integrado en nuestros mecanismos sociales. El cine está, por tanto, abocado a sufrir también un cambio de paradigma, no a su desaparición ni a su dilución dentro de las industrias del espectáculo y el entretenimiento. A este respecto, más de una voz de Hollywood se ha lanzado al ruedo al profetizar que la exhibición cinematográfica en grandes salas pasará en pocos años a ser un acontecimiento cultural especial como la ópera, el teatro o los grandes conciertos (con unos precios equiparables a éstos).
Es cierto que le invade a uno cierta nostalgia al conocer la desaparición del soporte fílmico, el celuloide emulsionado, y que esos mamotretos que presidían las cabinas de proyección terminarán sus días en chatarrerías o museos dependiendo del sentimentalismo y del sentido patrimonial que atesore el correspondiente representante electo. Pero este salto de lo fotoquímico a lo digital lo reconocemos como una evidencia consecuente del progreso contemporáneo, y hemos asimilado la incorporación de equipos de grabación y proyección digitales como un salto evolutivo tecnológico. Apenas hay nadie que no admita que gracias a este proceso se ha democratizado el acceso a la creación cinematográfica y alentado nuevas carreras y visiones cinematográficas.
El salto digital no sólo ha aumentado el número de producciones (de todos los formatos); su consecuencia más inmediata también ha sido una multiplicidad de miradas, estilos, opiniones, historias, puntos de vista, técnicas, aproximaciones críticas… También ha afectado profundamente a los modos de producción. Por citar algunos ejemplos, se ha introducido de manera más frecuente la multicámara en los rodajes, dilatado los géneros y sus normas canónicas, ampliado las posibilidades expresivas derivadas del tratamiento de la imagen digital sintética, trastocado los patrones de duración… Y por supuesto, también ha propiciado efectos más tristes, como el cierre de laboratorios y empresas de suministro fotoquímico que no han podido reciclarse con efectividad. En fin, muchos cambios que son también reflejo de una época en la que las telecomunicaciones han ampliado nuestro espectro de lo que vemos, cómo lo vemos, cuándo lo vemos y dónde lo vemos.
No conviene equiparar a la ligera la transformación tecnológica que han vivido las artes y las ciencias audiovisuales con la progresiva desaparición de las salas de exhibición cinematográfica en España (se estima que unas 150 han cerrado en el pasado ejercicio). Hay, claro está, un componente de evolución tecnológica a su alrededor, como ya ha pasado con anterioridad en la historia del cine, pero el cambio que presenciamos actualmente tiene más de componente social que tecnológico. Por un lado están la crisis de los valores y de los mecanismos de amortización tradicionales que rodeaban al sector de la cultura, que se habían mantenido más o menos estables hasta el cambio de milenio. Los propietarios de las salas dirán que el cierre de éstas viene dado principalmente por la caída de la asistencia de espectadores; supongo que es cierto. Pero no hay que olvidarse que la industria trató hace poco más de dos décadas de dar un golpe de timón a los usos y costumbres del espectador apostando por complejos integrales de ocio (una manera de llamar a los centros comerciales), que trataban de aglutinar en un espacio compartido y aislado las aspiraciones consumistas de la población, en detrimento de los cines de cercanía.
(Continuará)
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