Puede que la mayoría de estos cines fueran deficitarios. Seguro que no rentaban tan velozmente a sus propietarios lo que cadenas de supermercados o multinacionales de ropa estaban dispuestas a pagar por sus locales. Esta transformación no fue sólo espacial, sino que también condicionó la oferta en buena manera, pues casi todas las multisalas pertenecen a grandes empresas o grupos que han impuesto criterios demográficos de gustos estandarizados a la hora de configurar sus programaciones.
Aún así, el contexto actual no deja de evidenciar que más allá de las políticas de distribución y exhibición de las grandes multinacionales, las preferencias de los espectadores, sobre todo los más jóvenes, acerca de cómo, cuándo y dónde disfrutar de una obra audiovisual han cambiado y no necesariamente comulgan con los planes y estrategias diseñados. Sin duda la situación de crisis, la caída del poder adquisitivo de individuos y familias y el desproporcionado incremento del IVA han agravado la salud del cine español, pero no queremos hablar aquí del precio de las taquillas, de los astronómicos costes de producción de las películas que dificultan su amortización, el colapso de las ventas a las televisiones o de la desaparición del tercer mercado (videográfico), hablamos de la crisis de esa dimensión cultural que consideraba y valoraba la experiencia de una proyección comunitaria en cuanto a ritual. Las dimensiones de la proyección o el acto descontextualizador que impone la sala no se valoran del mismo modo que hace unos años y, por extensión, las obras cinematográficas en sí mismas han caído en su consideración por parte del público. Tal vez una pedagogía de la imagen y la inclusión de la enseñanza lenguaje audiovisual dentro del sistema educativo (como sí lo están otras artes y lenguajes) hubieran alterado esta situación.
La conclusión más inmediata que saca cualquier profesional o aficionado es que el modelo de sostenibilidad y de subsistencia del arte cinematográfico a nivel internacional ha hecho aguas. No puede mantenerse mucho tiempo más por sí mismo fundamentado en los ingresos de taquilla, las ventas a televisiones, los alquileres y la venta directa de soportes videográficos domésticos y el accesorio complemento de subvenciones o premios. La estrategia de amortización se hace cada vez más internacional y ya no basta con unas pocas ventas y un número limitado de mercados. Hoy día este trabajo es más concienzudo y global. El problema es que el sector no ha logrado construir todavía estructuras adecuadas a los tiempos. Se hacen más películas que nunca y estas tienen que competir en diversas ventanas con contenidos de lo más variado. Y lo que es más grave, no se han sabido canalizar las posibilidades comunicativas y distributivas de Internet hacia la rentabilidad. En parte esta es una cuestión cultural: se ha desprestigiado tanto el valor de una pieza audiovisual en un contexto de superinflación de contenidos que muy pocos son los que están dispuestos a pagar por ello. Es cierto que el número de los consumidores legales de contenidos en Internet crece poco a poco, pero esto se identifica más con una dimensión sociológica (comodidad, rapidez, calidad de servicio, presión legal) que con un cambio de actitud cultural. No es un tópico ni un prejuicio afirmar que los jóvenes de hoy en día tienen un perfil cultural más homogéno y orientado a los estándares del mainstream que los de décadas anteriores. Suponemos que en esto hay una relación dialéctica más que causal.
Así, el cine busca una nueva reinvención en lo comercial que lo redefina y le permita resurgir. Pero a nuestro entender esta no se podrá dar al margen de una intención sensibilizadora previa que ensanche las miradas, destaque los nuevos talentos, incorpore nuevos puntos de vista y vuelva a poner en valor el componente artístico del cine. Mientras se siga entregando a las nuevas generaciones como un producto de entretenimiento más o menos evasivo no superará entre estas al último hallazgo de Youtube.
Y esto sucede precisamente en un momento en que, en su interior, el cine también se retuerce sobre sí mismo para hallar nuevas fórmulas de expresión y sostenibilidad. Las películas de hoy son más variadas, múltiples y heterodoxas que nunca. Y también en proporción más baratas de producir. Tal vez porque los cineastas, sobre todo los que viven al margen de las estructuras industriales establecidas, han comenzado también a tratar la realidad de otra manera. Son tiempos de cambio, de búsqueda de nuevas fórmulas, de nuevas relaciones y soluciones por parte de la sociedad, y los cineastas no pueden ser ajenos a los movimientos que convulsionan la economía, la política y los conceptos de sociedad y estado. Eso se transforma en películas más libres, más frescas, que, como el resto del mundo, busca redefinir su posición y sus valores en el siglo XXI.
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