2018 marcó la consagración del cambio que el Festival Internacional de Cine de Gijón (FICX) emprendió el año pasado, cuando asumió la dirección Alejandro Díaz, devolviendo al certamen asturiano a la senda de rigor, riesgo, frescura y calidad que había colocado al festival entre los más punteros del circuito español desde los años 90. El notable incremento de público y la buena acogida por parte de los profesionales de la pasada edición viene a colocar al festival en primera línea, y a mostrar una línea de programación coherente, revulsiva y sólida.
La selección de cortos de la pasada edición, en términos generales, y tanto en lo que respecta a la Sección Oficial como a las demás secciones donde tienen cabida los cortometrajes (Diadema D’Asturies, Llendes, Esbilla, AnimaFicx, La Noche del Corto Español…) fue una de las mejores que ha reunido el festival gijonés, y la diversidad de espacios donde encontrar este tipo de obras demuestra el espíritu transversal que poco a poco va adoptando el certamen.
La Sección Oficial comprimió en tres sesiones casi una veintena de trabajos, entre los que el nivel medio se puede calificar de muy notable. Tal vez en este sentido se pueda sugerir dedicar una sesión para esta sección, que dote al festival de una mayor representatividad y peso, ya que es la cita más importante del cortometraje del Principado de Asturias en estos momentos. Con todo, hay que reconocer que la selección, variada y exigente a veces, cumplió las exigencias del numeroso público. Y del mismo modo, hay que reconocer que el palmarés respondió a la postre a confirmar la línea editorial de la competición, premiando a destacados filmes.
Así, el Premio al Mejor Cortometraje se lo llevó la coproducción alemano-austriaca Imperial Valley (Cultivated run-off), de Lukas Marxt, un excelente documental que bordea lo abstracto y el ‘land-art’ en su puesta en imágenes, pero que se hace totalmente transparente y asequible en lo narrativo sin precisar diálogos. Solamente mediante la concatenación de paisajes obtenidos con drones, que muestran alternativamente extensísimos y riquísimos campos de cultivo, perfectamente regados, perfectamente verdes, perfectamente fértiles, y la aridez monótona del desierto como contraste, Imperial Valley, estrenada en la Berlinale y también aplaudida en Vila do Conde, pone el dedo en la llaga a la hora de hablar del las diferencias norte-sur y ejemplificar de una manera concisa y precisa el significado del capitalismo imperialista que ya anticipa su título.
Otro documental, All inclusive (Suiza, 2018) recibió la Mención Especial del Jurado, compuesto por Jukka Pekka-Lakso (director del festival de Tampere), Vanesa Fernández (directora de Zinebi) y la cineasta y artista Carla Andrade. All inclusive es el último trabajo de la cineasta Corina Schwingruber Ilić, una de las documentalistas más importantes del panorama europeo, responsable de cintas como Ins Holz (2017), Just another day in Egypt (2015) o Kod Ćoška (2013).
En este nuevo filme, la cineasta se embarca en un crucero turístico con una intención totalmente observacional, pero no por ello distante o inofensiva. A través de planos sostenidos, generalmente fijos, va retratando la vida de los turistas a bordo, capturando sus rituales, sobresaltando los ritmos grupales, poniendo toda la atención en cómo esas vacaciones aparentemente idílicas se convierten en un desfile de borregos que se dejan llevar como rebaño a través de actividades programadas, seriadas, automáticas y codificadas. All inclusive resta al concepto de crucero de todo tipo de glamour y lujo para ponerlo como ejemplo de la inercia consumista en que vivimos inmersos, de la manipulación de la que somos objeto continuamente, de la ausencia de actitud/sentimiento/pensamiento crítico que nos guía: de cómo nos dejamos llevar por la corriente diseñada para que nos comportemos de acuerdo a intereses que se nos escapan, aunque los tengamos ante nuestros ojos. Sencillo y claro, All inclusive es otra bofetada al capitalismo y también a los ciudadanos que lo sostenemos, y para ello la cineasta se sirve más que de un discurso retórico, de la reducción al absurdo, pues esa mirada crítica que impone, anida una profunda acidez.
El palmarés de esta sección se cierra con el nuevo Premio Arco Atlántico, un galardón que premia al mejor corto producido por un país de ese territorio norteño que une la costa cantábrica con las islas británicas y que también incluye a Francia. Este premio fue para Natalia Marín por su La casa de Julio Iglesias, película que tras su estreno en Locarno no ha dejado de cosechar méritos y selecciones (Mar del Plata, Márgenes, Aguilar de Campoo). La casa de Julio Iglesias se precipita directamente en el territorio de la abstracción llegando incluso a negar la propia imagen y enfrentar al espectador una pantalla blanca en la que sólo aparecen textos. Al igual que el afamado New Madrid (Natalia Marín, 2017), este nuevo cortometraje reincide en el motivo arquitectónico y el concepto del simulacro o de la réplica. Si en el anterior Marín reflexionaba acerca de la existencia de varias ciudades llamadas Madrid en Estados Unidos, todas ellas con patrones comunes, pero con ninguna otra relación con la capital española más que el nombre, aquí parte de la pretensión de crear en China una ciudad típicamente española, donde se incluyan elementos significativos e identificables de distintas capitales de España. El fundamental obstáculo para ello es el absoluto desconocimiento de sus responsables de España y de su cultura. Como nota irónica, Marín coloca en el centro de la disputa la casa del título como ejemplo, resaltando más lo absurdo de todo el proyecto.
Pero la ironía solo funciona en un nivel dentro de este corto, ya que en el fondo, late uno de los temas más arraigados en la sociedad española, y es la cuestión identitaria, nacional, autonómica o local. Y para rematar esa confusión, la cineasta prescinde de usar imágenes reales y figurativas, y propone en su lugar enfrentarse a estructuras sintéticas abstractas.
Si bien estos fueron los filmes que terminaron alzándose con los premios, es de justicia también destacar la presencia de otros cortometrajes de gran potencia en la competición, como Como Fernando Pessoa salvo Portugal (Portugal, Francia, Bélgica, 2018), una deliciosa y muy simpática miniatura firmada por Eugene Green, capaz de conjugar ágilmente un homenaje a Lisboa con una divertida boutade, Ektoras Malo: I teleftea mera tis chronias (Grecia, 2018), excelente trabajo de Jacqueline Lenzou, premiado en la Semana de la Crítica de Cannes, y que supone un nuevo paso en la confirmación de la cineasta griega o Gli anni (Italia, Francia, 2018), un poderoso documental dirigido por Sara Fgaier, nominado para los Premios EFA por la Bienale de Venecia, que aporta una gran originalidad a un tema tan manoseado como las relaciones entre los cineastas y sus padres.
All comments (0)