SALA DE RE-ANIMACIÓN
Creces viendo películas de animación y te dices que algún día te gustaría hacerlas. Dibujas en todo tipo de superficies, estropeas libros y pupitres con bocetos, rayacos, caricaturas de todo tipo… te distraes todo el rato pensando en cómo mantener en el aire objetos volantes mientras los animas foto a foto, pasas de los amigos en los fines de semana para acabar experimentos que te da vergüenza contar. Luego acabas el instituto, la universidad, el master, convences a tus padres para que te paguen una escuela de animación carísima (y aún así es la más barata) y al salir, tras años de esfuerzo y dedicación, te das cuenta de que el oficio de animador es el peor pagado en el poco glamouroso mundo real del cine y probablemente tengas que irte a otro país para que te exploten porque aquí “ni siquiera eso”. Pero sarna con gusto no pica. Y por eso los animadores sobreviven a todo, y también porque se alimentan más de café soluble y tutoriales en Youtube que de jamón ibérico. Y por eso sobreviven. Y cuando la crisis empuja a los actores de 45 años a tirar la toalla y volver a la huerta de sus abuelos, los animadores con su café soluble y sus tutoriales de Youtube siguen sobreviviendo e insistiendo en creer en su futuro.
¿Pero qué es de sus proyectos? Y no me refiero a esos cortos que hacemos en los fines de semana, animando 4 segundos de metraje al mes y volviendo a reescribir el final cada dos semanas porque no entendemos bien donde vamos a parar con la historia de un muñeco que es una extensión de nosotros mismos. No, eso da igual. Me refiero a esos otros proyectos que consiguen cautivar el interés de un grupo de profesionales dispuestos a invertir mucho tiempo para que estos vean la luz. Esos proyectos que alguna productora decide apadrinar porque el guión es sólido y el planteamiento original. Esos que llega un momento en el que alguien se pone a calcular un presupuesto y cree que merece la pena buscar financiación porque “esto puede ir lejos”.
Hace unos pocos años que estos proyectos parecen esconderse. Y no es una crisis de ideas (que siempre ha sido el punto flaco de la animación made in Spain), es otra cosa. Es que existe un fenómeno nuevo que podríamos llamar autocastración. Hace unos años las subvenciones públicas, ministeriales y autonómicas, junto con una red de festivales, que a su vez pagaban premios subvencionados por provincias y ayuntamientos varios, constituían la base económica para que unas cuantas productoras y escuelas de animación se lanzaran a producir obras que puntualmente obtenían reconocimiento internacional, dando así a conocer España como un país emergente en este sector. Luego la crisis económica llevó los gobiernos a reducir las ayudas a la producción, y la animación se vio afectada más que otros sectores porque, por su naturaleza, necesita una mayor solidez financiera para poder emprender obras que necesitan el trabajo continuo de decenas de personas durante muchos meses o incluso años. Pero ahora que parecemos haber digerido (por desgracia) el hecho de que el Estado ya no cree prioritario subvencionar la cultura, saltan más a la vista ciertas incongruencias del sistema que antes estaban camufladas por el éxito del sector.
Juan y la nube, de Giovanni Maccelli
Sí, porque no es que este año la Comunidad de Madrid haya decidido no conceder ayudas a la animación, es que casi nadie las ha pedido. Y la razón es que casi todas las ayudas parecen diseñadas para que sea imposible aprovecharlas. En las bases no se contemplan plazos de entrega y de justificación de gastos que sean razonables para una producción de animación. Cualquiera sabe que estos proyectos necesitan mucho más tiempo de desarrollo que un convencional corto de acción real, pero en las administraciones públicas parecen no saberlo o no importarles. En el propio ICAA reconocen cándidamente que desde hace unos años la prioridad ha pasado de “ayudar a que los proyectos salgan adelante” a “asegurarse de que se cumplan los plazos de justificación de las subvenciones”. La disminución de los importes de las ayudas y las dificultades para cumplir con las obligaciones que estas suponen han hecho que los propios autores y productores optaran por excluirse de la ecuación.
Y esta ecuación de las subvenciones no sólo interesa a los que piden las ayudas (o “los que viven de ellas”, como erróneamente una parte de la sociedad sigue etiquetando a los productores), sino que interesa a toda la sociedad, ya que la cultura de este país se ve afectada por este fenómeno. Al menos yo no considero un hecho deseable -por poner un ejemplo- que el catálogo de Madrid en corto 2015, que es un programa de distribución público de la Comunidad de Madrid y representa lo mejor de la producción madrileña del año, no contenga ningún trabajo de animación.
Esto es un mensaje que estamos mandando al mundo (porque el catálogo se distribuye mundialmente gracias al gran trabajo de un equipo liderado por Ismael Martín), que viene a decir que, en Madrid, no hay nada destacable en la producción de animación. Me parece deprimente, y en otros casos diríamos que “debería hacernos reflexionar”, pero no hay nada que reflexionar; hay que decidirse a ayudar a la animación. No faltan ni talento ni buena voluntad, falta que se tomen medidas de soporte a este sector, que en muchos casos no suponen ni siquiera un esfuerzo económico para las instituciones sino tan sólo aplicar un poco de interés y de sentido común a la hora de diseñar las ayudas.
(Continúa)
También hay que hacer autocrítica, obviamente. Y en este caso creo que se puede decir que si el fenómeno de los cortometrajes (y los cortos de animación son un sub-fenómeno incluso menos influyente) no ha conseguido convencer a los gobernantes de la importancia de proteger estas obras, probablemente es porque nosotros mismos los cortometrajistas las hemos y nos hemos infravalorado en algunos aspectos (empezando por el retrato nerd y estereotipado de los animadores con el que he empezado este artículo). Probablemente no habríamos tenido que regalar nuestros cortos. Nunca valoramos de la misma manera algo que nos regalan como algo que nos tenemos que comprar. Yo creo que los cortos son un regalo (sin abrir) que hacemos a la sociedad, ya que casi nunca ganamos nada con ellos pero seguimos deseando hacerlos, y encima tienen un valor que es realmente grande; tan grande que podrían llenar buena parte de ese Gran Vacío que hay en la televisión pública, por poner un ejemplo.
Otra parte de la autocrítica podría ser no habernos empleado a fondo antes para aprender a levantar nuestros proyectos enteramente con financiación privada. Y justo esta falta de dimensión comercial es lo que hace que nuestras obras parezcan quizás menos importantes a los ojos de la sociedad y de las instituciones. Tenemos que creer con más firmeza que los cortos pueden jugar un papel importante en el cambio del modelo de consumo de cultura y entretenimiento y en consecuencia en un cambio también de modelo de financiación. El crowdfunding ha abierto un primer caminito, el VOD está intentando abrir uno más grande; no podemos subestimar ninguna posibilidad y tenemos que seguir abriendo nuevos caminos.
Pero esta autocrítica no puede eximir al Estado de desarrollar sus funciones más allá de perseguir el equilibrio financiero: hay que alimentar a la sociedad a base de educación y de inversión en cultura. La animación es un sector con un potencial enorme porque une el valor artístico con el impulso al desarrollo tecnológico y la capacidad (en algunas de sus formas) de conectar más fácilmente que otros tipos de cine con el público infantil, con todas las consecuencias que esto supone a fines educativos.
¡A ponerse las pilas! ¡Reanimemos la animación!
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