Hay un momento crítico en la vida de cualquier cineasta —y de cualquier narrador, en realidad—, y es ese entre películas en el que uno se pregunta cuál será la próxima. Es un proceso extraño que a veces parece eterno. Cada cosa con la que tropezamos —una anécdota, un chiste, una mirada— es susceptible de convertirse en una historia. Sin embargo, llega un momento en que cada uno de esos relatos en potencia va anulando el anterior, hasta el punto en que esta búsqueda incesante y la necesidad de encontrar algo único es la condena de la propia historia.
Yo estaba en ese punto cuando vi Ciutat Morta. En un momento de la película, uno de los periodistas que lleva el caso explica que un día llegó al e-mail de la redacción un mensaje anónimo de alguien que aseguraba conocer la identidad de los verdaderos culpables y que pronto se pondría en contacto con él para contarle todo. Pero nunca más se supo de aquel anónimo. En ese instante tuve la necesidad de reconstruir aquella porción de historia que me había sido arrebatada —quizá para siempre— por la realidad. Necesitaba entender cómo la vida había tomado un camino que, a todas luces, parecía tan caprichoso y a la vez tan obvio. A veces, cuando estamos inmersos en esa búsqueda loca de la historia perfecta, nos sorprende descubrir que, al final, son las películas las que nos eligen a nosotros. Los inocentes se me apareció en ese momento como una forma de llenar ese vacío y de entender el proceso que lleva a un grupo de gente a callar, una necesidad de entender el pacto de silencio generado en torno a un homicidio. ¿Quiénes eran esos jóvenes? ¿Cómo eran sus vidas y cómo serían después? ¿Cómo se elabora un pacto de silencio? ¿Es posible pedir perdón? ¿Cuánto dura la culpa? ¿Qué habría hecho yo? Cada pregunta lleva a la siguiente.
Con los primeros textos de la película ocurrió una cosa que para mí supuso el giro fundamental en el desarrollo del proyecto. Eran interesantes, el universo funcionaba, los personajes tenían sentido, pero no terminaban de satisfacernos. Esos textos estaban bien, pero no eran importantes. Ya sabía qué quería contar, pero ahora me faltaba saber cómo hacerlo, y de ahí nace la idea de narrar la película a través de los puntos subjetivos de cada uno de los personajes. Cada uno de ellos sería un capítulo de la película.
Me interesa ver cómo cada personaje percibe la realidad de una forma distinta y cómo no existe una verdad sobre la que todos los personajes —ni las personas en la vida real— se puedan poner de acuerdo. Salvo la muerte, quizá; y es la muerte, al fin y al cabo, en torno a lo que se articula Los inocentes.
Decidir contar la historia desde seis puntos de vista distintos fue el paso necesario para llegar a la propuesta formal de la película: todos los planos serían retratos del personaje protagonista de cada capítulo, y el formato sería 1:1, activando el fuera de campo y atrapando al personaje dentro de cada retrato.
La conjunción entre el universo narrativo y su propuesta formal sacaron a la luz algunos temas que, en un primer momento, no sabíamos que teníamos sobre la mesa. Es en este punto cuando la película adquiere todo su valor, donde forma y contenido se dan la mano para lograr la mayor expresividad posible. Estos temas —que son los más profundos e interesantes— son la soledad y la incapacidad para comunicarse del ser humano. A pesar de que nuestra historia está narrada por seis personajes obligados a entenderse y a negociar entre ellos un pacto de silencio que marcará sus vidas, permanecen aislados y solos en la atalaya de su subjetividad.
Este ideario, convertido en el código irrenunciable de la película, era el cimiento sobre el que debía construirse todo lo que vendría después. Nos llevó a plantear un método de trabajo con los actores muy concreto que buscaba construir escenas largas sobre el rostro de un solo personaje; y también nos permitió resolver todas las dudas fotográficas que teníamos y encontrar un camino común para la forma y el contenido, pero también para el equipo.
Y es que una de las patas fundamentales del desarrollo de Los inocentes es precisamente el equipo. En Vermut, nuestra productora, cuando arrancamos un proyecto, lo primero que nos preguntamos es ¿qué quiero hacer, qué tengo y qué puedo hacer con lo que tengo? Resulta una obviedad, pero es fundamental. Hoy en día es difícil de conciliar la idea de vivir con la de hacer cine, porque vivir de hacer cine es cada vez más un lujo de muy pocos. Uno de nuestros propósitos a la hora de empezar a diseñar la producción fue que el rodaje no interfiriera con la vida del equipo técnico y artístico, y uno de los primeros pasos para ello fue juntar a un equipo pequeño, formado entero por jefes de equipo. Todos los miembros son muy cercanos a nosotros y esto nos permitió trabajar muy a gusto, en un ambiente familiar y desjerarquizado y, sobre todo, plantear unas jornadas de rodaje que se adaptaran a las necesidades de todos. De esta forma, se rodó el grueso del corto en una sola localización, durante jornadas de pocas horas y siempre después de las jornadas de trabajo del resto del equipo. El tener un equipo tan pequeño permite generar un ambiente de trabajo muy cómodo y agradable donde las personas pueden disfrutar de lo que hacen. Muchas de las virtudes de esta película tienen que ver con ese ambiente en el rodaje y con la pasión del equipo por su arte. Este método de trabajo es el que más nos ha acercado a un entorno perfecto de libertad, y creemos que solo así podemos dejar que la creatividad brille con toda su fuerza.
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