Sin entrar a establecer comparaciones con los largometrajes a concurso, si hay algo que caracteriza a los cortometrajes de la Sección Oficial de Cannes es el ser películas eminentemente narrativas. No se trata de piezas en las que destaque la experimentación con el lenguaje, sino más bien historias sólidas, bien contadas, con un importante componente emocional y a menudo con unas temáticas sociales próximas a la actualidad.
La selección de este año sigue firme a estos preceptos, añadiendo además una curiosa sorpresa: en unos tiempos en los que veíamos que la duración de los cortometrajes se dilataba a veces de una forma gratuita, los cortos de Cannes 2017 representan una apuesta por una estandarización de la duración que lleva pareja una condensación de las narraciones; todos los cortos (minuto arriba abajo) se desarrollan en torno al cuarto de hora. No se trata de cuestionar esta circunstancia (que se agradece según qué casos), pero no deja de ser curiosa tanta homogeneidad.
El nivel general del año hay que reconocer que fue bastante satisfactorio (mejor que el año pasado, para el que suscribe), aunque, como también era de esperar, tampoco en esta competición de Cannes se esperan grandes sorpresas. Dicho esto, cabe reconocer el acierto del jurado al otorgar la Palma de Oro a A gentle night, del chino Qiu Yang.
Es este un corto sencillo y hasta cierto punto modesto, pero tremendamente inteligente, que oculta detrás de su trama dramática (la historia de una mujer cuya hija a desaparecido en vísperas del Año Nuevo) una poderosa carga política. Por encima de esta consideración, aguda y sutil, y nada desdeñable, por supuesto, nos encontramos con un cineasta que sabe manejar con precisión e imaginación el tono, el ritmo, la elipsis, el fuera de campo y la distancia a la que coloca la cámara, logrando que el espectador alcance las dos aspiraciones narrativas del filme: la emocional (que nos permite empalizar con la angustia y el sentimiento de culpa de la protagonista) y el filosófico (que nos permite llegar al trasfondo sociocultural que late de fondo).
Junto con A gentle night, los otros grandes filmes de la competición fueron el colombiano Damiana y la coproducción A drowning man, dos de las cintas más esperadas al tratarse en ambos casos de las nuevas obras de dos cineastas que el año pasado habían brillado en la Berlinale.
Damiana está dirigida por Andrés Ramírez Pulido, autor del celebrado El Edén, y del que esta pieza se muestra tan hermana como complementaria en cierta manera, y afianza la confianza depositada en el colombiano. Damiana aísla a personajes y espectadores en el interior de una selva opresiva y claustrofóbica. Este entorno acoge a un grupo de chicas adolescentes en lo que en un primer momento parece ser un campamento de verano. Pero desde el principio se intuye que hay algo más en todo ello. La apatía, la tristeza, el deseo de huir sin saber cómo ni adónde, junto con la propia foresta que funciona como muro natural, determinan una atmósfera angustiosa y tensa que encuentra su explicación en el clímax final. Nuevamente, por encima de la poderosa historia de emociones que articula el argumento, hay aquí un muy fino trabajo de puesta en escena y de dirección, por no hablar de la intérprete principal, capaz de transmitir la rabia, la frustración y el dolor de su personaje solo con la mirada.
Por su parte, A drowing man (Reino Unido/Dinamarca/Grecia, 2o17) es lo nuevo de Mahdi Fleifel, responsable del impactante A man returned (Reino Unido/Dinamarca/Grecia, 2o16). En esta nueva película, Fleifel sigue horadando en su temática preferida, la realidad de los emigrantes palestinos, obligados a una diáspora europea digna de pesadilla o a los no menos infernales campos de refugiados. A drowning man carece de la explosividad del anterior, quizás por ser en este caso de una ficción construida, por mucho que prime el tono documental, pero no deja de ser por ello contundente y trágico. Describe el devenir a lo largo de una jornada de un joven palestino en Atenas, donde cada día es una lucha para llegar al día siguiente. Una lucha en la que debe humillarse, arrastrarse, mendigar, delinquir o prostituirse… Fleifel parece equiparar su historia con la del mitológico Sísifo, condenado a sufrir cada día los mismos avatares y fracasos, con la imposible esperanza de que algún día su suerte cambie.
Los restantes trabajos de la Sección Oficial se mueven entre lo correcto y lo emotivo. En general son cortometrajes eficaces y cargados de significado, por mucho que disten de ser del todo novedosos y que se quedan a menudo en la exposición concisa de una anécdota trágica y lapidaria. Eso les ocurre a Lunch time (Alireza Ghasemi. Irán, 2017), sobrio cuento sobre una chica que se enfrenta primero a la burocracia machista del país y luego al trauma de robarle los dientes a su difunta madre; a Across my land (Fiona Godivier. Estados Unidos, 2017), oficioso retrato de ese país (o al menos de una parte de su sociedad) lanzado a la caza y demonización del emigrante ilegal, que se ve lastrado con un final un poco precipitado; o drama polaco Koniec widzenia, trabajo de escuela que descubre en Grzegorz Molda a un director interesado en el análisis psicológico de los personajes (una hija a quien su padre se le cae del pedestal), pero que tal vez requiera de un guión algo más complejo.
Mención aparte merece la curiosa, aunque un poco irregular, animación Pépé le morse, de Lucrèce Andreae (Francia/Estados Unidos, 2017), singular y un poco surrealista trabajo sobre una familia que acude a la playa a esparcir las cenizas del abuelo, y donde poco a poco van aflorando los sentimientos prisioneros de cada uno de sus miembros. Andrade construye al final una pieza más que digna y original que supone un punto de inflexión y de maduración en la trayectoria de esta joven animadora tras Trois petits points (Premio Especial del Jurado en Annecy 2011) y Les mots de la carpe (Mención Especial en Tallinn Black Nights 2012).
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