En este mundillo del relato breve existe un subgénero que, de entrada, aconseja prevención. Lo conforman aquellos cortometrajes que han sido realizados por directores y programadores de festivales, pues, de un modo u otro, a todos ellos se les pasa por la cabeza la temible idea de convertirse en realizadores creativos y solventes (sin ir más lejos, los socios fundadores de esta revista ya cayeron en ello).
Pues bien, Ihesa, primer cortometraje de Alejandro Díaz Castaño, crítico, programador del Festival de Cine Europeo de Sevilla y una figura ampliamente respetada y querida en el medio, desvanece todos nuestros temores ya en el segundo plano de la película. Si el primero es una imagen televisiva del levantador de piedra Joseba Ostolaza, el siguiente muestra a Iosu (Koldo Soret) sentado delante del televisor con amplios ojos de hastío. Parece una escena cotidiana pero no lo es tanto: Iosu está rodeado por la luz azulada y titilante que refleja el aparato, una luz que dota a la imagen de una particular irrealidad. Estamos en casa de Iosu, pero también en el interior de su mente revuelta.
A partir de aquí, Díaz cuenta la pequeña historia de este hombre que, a requerimiento de su mujer, sube al piso de las vecinas de arriba con la intención de que arreglen una gotera que está arruinando el techo del pasillo. Una visita rutinaria que va a transformarse en un encuentro cara a cara con la zozobra que Iosu echa de menos en su vida: y aunque no ocurre nada especialmente turbio, la mirada del protagonista va a transformar ese encuentro fortuito en un relato de terror.
Inmediatamente descubrimos que Díaz Castaño no sólo sabe rodar, sino que posee un sentido especial de la composición: picados, contrapicados y planos inclinados que recuerdan no tanto al Polanski de Le locataire (El quimérico inquilino, 1976, que también) como a una versión cotidiana de un ‘grand-guignol’ de Robert Aldrich, sólo que en este caso la violencia no es manifiesta sino latente. Son planos expresivos y retorcidos, de una fuerza visual que se echa de menos en el cortometraje español.
Un plano detalle del dedo de Iosu tocando la gotera se transforma en un traspaso de poderes, como si la gota fuera la vida, el tumulto que se cuela en su casa subrepticiamente. La primera imagen de Iosu llamando a la puerta de los vecinos parece la llamada a la casa del asesino, aderezada por ese precioso detalle de Iosu mirando sus pies, calzados con zapatillas de andar por casa. Detalle que contrasta irónicamente con esa atmósfera de cuento fantástico que da paso a la incursión en la casa, impregnada de una atmósfera de tonos anaranjados y azules al borde del virado (espléndida foto del veterano Javi Agirre) y mostrada con un extraño equilibrio entre el viejo y el nuevo fantástico, entre el gótico, Lynch y Diamond Flash: el gato negro es aquí un gato chino de la suerte; las tres ocupantes de la casa son brujas o ménades (dos de ellas son María Elorza y Maider Fernández, las realizadoras del colectivo Las chicas de Pasaik, e inquietan muy bien); el encuentro entre Iosu y una de las mujeres en la cocina no es sino un ritual de seducción vampírica.
Fuerza visual que completa su sentido con un espléndido trabajo sonoro. El terror sinfónico de la Hammer se ve sustituido por sonidos presuntamente cotidianos, empleados con un similar sentido de la atmósfera. El escalofriante zumbido del pasillo, con una persistente música indie que hace las veces de mantra turbador (el protagonista, Koldo Soret, también es el músico), o esa misma música que suena de fondo en la cocina, y que parece invitar a Iosu a abandonarse al placer perdido.
La visita a las vecinas cobra tanta intensidad que, inevitablemente, las escenas cotidianas en casa de Iosu no pueden mantenerse a la misma altura. Aún así estas últimas están bastante logradas, sobre todo en lo que respecta a las diversas apariciones de la mujer del protagonista. La primera vez la vemos en segundo término, casi oscurecida por un primer plano de Iosu. Ya no la veremos más. Sólo la escucharemos en medio de un dormitorio con la luz apagada, acostada por un dolor de cabeza, representando la grisura doméstica que le espera a Iosu para toda la vida. Al fin y al cabo, en Ihesa, lo más terrorífico no es lo que pasa arriba, sino lo poco que pasa abajo.
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