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La Parka

Director: Gabriel Serra (2013) México |

La Parka comienza con unas imágenes imprecisas, pero esa misma imprecisión las hace ya estremecedoras. A través de un ancho agujero vemos cómo unas reses entran en un habitáculo de paredes metálicas y gélidas, y comienzan a revolverse en todas direcciones, horrorizadas. Es fácil imaginar lo que va a ocurrir. De repente, una de las reses se acerca al agujero y nos mira: no vemos su muerte, pero sentimos su desesperación. Una imagen que consigue atrapar el terror que precede a la muerte, ese que tanto perseguía el inolvidable Peeping Tom de Michael Powell.

Esa magnífica escena inicial ya establece los métodos de trabajo que van a presidir todo el metraje de La Parka: el director Gabriel Serra documenta un día en la vida de un matadero (aquí llamado “rastro frigorífico”), pero en todo momento elude mostrar las imágenes previsiblemente más truculentas. No se trata de que sugerir sea siempre mejor que mostrar: no hay más que ver Le sang des bêtes de Georges Franju para comprobar que la mostración directa también es un buen procedimiento. Pero lo cierto es que la sugerencia funciona, aquí, a las mil maravillas. Eso sí, que sugerencia más atroz.

La Parka

La Parka avanza a base de planos y detalles periféricos: tubos herrumbrosos, máquinas y poleas inquietantes, prendas viejas con moscas revoloteando, carne ya lavada subiendo por escalas mecánicas, paredes manchadas de sangre seca… La suma de las pequeñas partes sugiere un todo espeluznante, reforzado por una definición de imagen que no escatima detalles y una espléndida fotografía, fría y cortante, que a veces recuerda a la de Saw, y que llega a su mayor grado de expresión en la espléndida escena en la que unos operarios se dedican a lavar el suelo, lleno de sangre y desechos mezclados con el agua. No hemos visto nada, pero lo hemos visto todo.

Toda esta descripción del “rastro frigorífico” gira alrededor de uno de los trabajadores: Efraín, el matarife al que llaman “La Parka”, un hombre humilde y querible que lleva 25 años matando unas 500 reses al día, seis días a la semana. Su rostro expresa inmejorablemente el más absoluto vacío vital, la rotunda ausencia de fe en todo sentimiento trascendente. Efraín, que ha vivido rodeado de cadáveres, no concibe que pueda haber ni cielo ni infierno ni nada, sino que cuando todo acaba, acaba, y sólo queda sangre, carne y huesos.

La Parka

Las declaraciones de Efraín no tienen desperdicio. Por ejemplo, aquella en la que cuenta que, el día que empezó a trabajar en el matadero, soñó con que las reses le rodeaban y le decían: “Ahora te toca a ti”. Los detalles, como la inscripción “La Parka” que lleva escrita en sus botas, o cuando juega al fútbol con su hijo y descubrimos sus dedos atrofiados, un plano que dice más sobre la naturaleza peligrosa de su oficio que cualquier labor penosa mostrada en el rastro. Y ya que hablamos de la familia, resulta conmovedora la secuencia en la que come con los suyos, y sin embargo él parece totalmente ajeno a sus vidas, a todo lo que sea calidez cotidiana. Para Efraín, la única vida posible parece ser matar reses, de un modo similar al Hurt Locker de Kathryn Bigelow, que sólo se sentía vivo desactivando bombas. Y es cierto que la escena citada es bastante retórica y parece algo preparada, pero es una retórica hermosa.

La Parka, Mención Especial del Jurado en DocumentaMadrid y Festival dei Popoli, ha sido realizado en el seno del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC) de México, institución especialmente atenta a la evolución del lenguaje audiovisual, donde se han fraguado muchos de los cortos mexicanos más audaces de los últimos años. La Parka no es particularmente audaz, y puede tener sus defectos (cierta sensación de reiteración en el tramo intermedio), pero acaba revelándose como un documental poderoso, rebosante de solidez y convicción, que mantiene un admirable equilibrio en la línea que une lo clásico y lo moderno. Pues no sólo trata sobre un hombre que trabaja de matarife, sino también sobre la Muerte misma. Cómo mata, cómo piensa y cómo siente.

Al final de La Parka volvemos a ver la escena del principio, la res encerrada, su ojo mirándonos. Pero esta vez sí vemos la cuchilla que mata casi instantáneamente a la res, y la plataforma que, una vez muerta, la arroja fuera del habitáculo. Serra, que ha escamoteado la truculencia durante todo el metraje, ahora nos muestra el acto de matar de manera impúdica y frontal. Y el efecto es escalofriante.

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