Un pueblo, un bosque, un niño (o niña), un rastro de sangre. Con estos elementos, en pocos segundos, Zepo nos mete de lleno en una intriga que parece tomar asiento en relatos ya conocidos hasta la saciedad en el cine español y que, sin embargo, en este cortometraje de apenas tres minutos y una pequeña gran trama llena de elipsis y silencios, nos veremos empujados a sumergirnos sin remedio en una fría y densa metáfora que, no por casualidad, ha llamado la atención del público y de la crítica.
Zepo es un cuento. Un cuento de terror. Un cuento de terror con cierto aire de western. Un cuento que camina dentro de un contexto concreto de la historia reciente de España, reconocible para todos a través de distintos pero contados aspectos de los que es mejor no desvelar nada en estas líneas, y que adquieren unos tintes fantasmagóricos, gracias principalmente a la técnica de arena empleada por su autor. Una técnica de lenta y laboriosa ejecución que su director, César Díaz Meléndez, también conocido como César Linga, ya ha explorado en el pasado con grandes y certeros resultados, tanto en el mundo del cortometraje como en el del videoclip, y que en esta ocasión podría invitar a pensar si, en Zepo, esta técnica propició la trama o fue la trama la que hizo necesaria el uso de dicha técnica.
Y sin embargo, más allá de las preguntas que podamos hacernos sobre la génesis de Zepo, lo cierto es que la simbiosis entre ambas, técnica y trama, es perfecta, incuestionable. Aun cuando su director ha confesado en distintas ocasiones que la arena es la técnica de animación con la que más le gusta experimentar, por encima de otras, habiéndose entregado a explorarla sin más en distintos proyectos, cierto es también que la historia y los personajes no tendrían la misma fuerza si hubiesen sido animados de otro modo. Con la arena se crea la atmósfera que necesita Zepo. La atmósfera desasosegante y casi fantasmal que oculta, enseña y modula las formas del paisaje, de los personajes, casi como en un sueño, y que, llegados al clímax del metraje, nos sacudirá, nos congelará la mirada, casi nos hará sentir dolor. En solo tres minutos y con los mínimos elementos narrativos y de composición visual.
No son tantas las ocasiones en que tan pocos ingredientes acaban enseñando tanto y, dicho sea de paso, con la inteligencia añadida de no pretender enseñarlo todo. De igual forma que el silencio de la historia, apenas interrumpido por algo de música cortante y sonidos humanos que no llegan a crecer realmente como guturales, parece convertirse en grito porque necesita ser grito. Porque tal vez la historia en sí misma es un grito. Un grito de un frío e histórico silencio.
O tal vez no. Tal vez buscar más allá de lo que vemos sea hacerle un flaco favor y Zepo sólo trate de juntar pequeños clichés de una época dramática para ponerlos al servicio de un cuento de poética cruel. Con ello, el fin último de Zepo sería provocar y arrancar emociones desde la pantalla llevando el realismo desgarrador de la historia hasta la frontera de lo irreal. O quizás, y por especular aún más, puede que haya quien vea en Zepo un tremendo ejercicio de humor negro, humor este que, cuando es llevado al extremo, no siempre es apreciado como tal por todos los públicos y, por ello, se le encierra en la fácil seriedad para así congraciarlo con aquellos que entienden las crueles ironías de gesto sonriente como un acto de frivolidad. Sobre todo si la sonrisa se atisba, se intuye que es canalla pero no se muestra abiertamente.
Sea como sea, lo que sí parece fuera de cualquier duda es que, más allá del lugar al que Zepo quiera llevarnos, o al que nosotros queramos ser llevados con Zepo, el poder encontrar distintas lecturas en esta breve historia, con el concurso del realismo y, al tiempo, de una poética de la crueldad y la impotencia, es un acierto de César Linga que con este metraje aporta algunos granos de arena para seguir subrayándole como uno de los creadores de animación más relevantes y consagrados en el panorama internacional.
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