Tras un comienzo que provoca una extraña sensación de sosiego invernal, motivado por unas imágenes cercanas casi a la fantasmagoría, la voz en off del protagonista de Adrift nos deja bien claro que su vida es, resumidamente, “una mierda absoluta”. Lo que él quería ser es un cantante de pop, nada menos. Así es la vida de perra, mal repartida e injusta, algo que nos recordaremos varias veces durante el visionado de este breve y muy conciso documental de nuevo cuño que recientemente ganó el premio al Mejor Documental en el Encounters de Bristol y que ya ha pasado por festivales como Tampere, Hamburgo, Viena, Helsinki o Uppsala, entre otros muchos.
En Adrift nos asomamos muy brevemente a la vida de un joven refugiado de origen ugandés, cuyo padre y hermano mayor fueron torturados hasta la muerte por pertenecer a un grupo rebelde, cuya madre está desaparecida y cuya otra hermana murió de SIDA para ser posteriormente arrojada al océano mientras eran desplazados clandestinamente fuera de su país. Este hombre, del que nunca conoceremos su nombre ni su localización exacta, trabaja limpiando residuos de construcción a 150 kilómetros por encima del círculo polar, en condiciones obviamente extremas y por un, todavía más obvio, mísero sueldo de 250 euros.
Existen vidas en las que, definitivamente, no hay cabida para florituras. Sobre el papel, puede parecer que Adrift es un drama difícil de soportar, pero Frederick Jan Depickere consigue escapar del dramatismo fuera de lo estrictamente necesario, mostrando a este personaje en sus movimientos rutinarios de una jornada cualquiera pero, más importante y significativo aún, no permitiendo que su protagonista hable directamente a la cámara. Una muy inteligente decisión que anula cualquier asomo de compasión fácil o lamentación barata, evitando hundir el dedo en la llaga. Y mira que era fácil.
Con estos antecedentes, y en medio del anti-hogar, este anti-héroe subraya (siempre en off) su profundo sentimiento de desapego a esta zona polar, que nada tiene que ver con su Uganda natal, a la que tampoco puede regresar porque significaría su muerte instantánea. Un hombre atrapado en un lugar que no le gusta, con un trabajo que detesta, que se siente como una marioneta al servicio de una broma de mal gusto, sin rumbo (‘adrift’)… Lejos queda el sueño del pop, su única motivación posible es escapar de allí y encontrar un sentido a su existencia. Ya no pertenece a ningún lugar, ya no hay pasado posible pero no todo está perdido de cara al futuro: en medio de su aburrida y gris jornada, las imágenes de nuestro hombre sonriendo mientras charla con sus colegas de trabajo son una inyección de optimismo y esperanza. Con un sencillo gesto rodado con sutileza y enorme respeto, Adrift pone de manifiesto una vez más que la capacidad de adaptación y superación del ser humano es alucinante.
Pero donde Adrift se hace realmente fuerte es en una dirección que por momentos está más cercana a los códigos de la ciencia ficción. No es casual que en dos momentos concretos haga presencia la figura de un cohete espacial: la escuela en construcción en la que trabaja el personaje se supone que tendrá forma de cohete; poco después, nuestro hombre atraviesa una plaza vacía y nevada presidida por un cohete… El cohete se convierte así en una solución formal perfecta para un joven que solo quiere escapar y que quizás ya no tiene un lugar en todo el planeta Tierra. Y si la vida del protagonista puede resultar increíble en el fondo de esta historia, la forma se materializa en unos escenarios y parajes vacíos, casi espectrales, dominados por el silbido del viento helador y cubiertos por la nieve. Una sensación creciente que culmina con la visión de la aurora boreal en el cielo, como si el documental se desdibujara a sí mismo, cobrando el tono poético de sus imágenes cada vez más peso hasta la abstracción pura que supone este fenómeno natural.
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