Port trade portrait (2014) es el último cortometraje de David Batlle; a éste se suman otros dos títulos: A conserveira (2012), reseñado en estas mismas páginas, y Mapas migrantes (2009), del que este tercer trabajo bien podría ser la continuación natural. Un repertorio reducido pero interesante, honesto y riguroso. No es suyo el gusto por los falsos problemas y la minucia estética: sus aspiraciones artísticas lo sitúan en las antípodas de lo moralmente reprobable, que por cierto es el único lugar desde donde se puede hablar de belleza y conocimiento como una y la misma cosa. Incluso diría que cada uno a su manera contribuye a la conformación de una poética dotada de cierta unidad, aunque se trata de una intuición que habrán de confirmar los próximos trabajos de Batlle, o en todo caso un examen distinto del que se ofrece a continuación.
A conserveira, de David Batlle
Lo revela el propio título del cortometraje: Port trade portrait es una crítica radical de la ilusión, las falsas ideas, la fascinación por las imágenes y los mitos que articulan los lugares en donde vivimos. Parece que regresáramos a esa vieja tesis de que nuestras desdichas y pobrezas proceden de la mitología que se mezcla en las costumbres, los monumentos y edificios de nuestro entorno, o en un puerto marítimo como el de Barcelona. Entre los cinco más importantes del mundo, seis de sus nueve terminales de pasajeros acondicionadas para cruceros internacionales, más de dos millones de unidades turísticas movilizadas al año. Pero el objeto práctico y reflexivo de Port trade portrait no tiene nada que ver con todo esto. Como diría Dino Valls, se trata más bien de “manchar lo blanco”.
El propio Batlle ha manifestado su preocupación por la transformación del puerto en un atrezzo sin otra historia reconocida que la que proporcionan las guías turísticas, o la que rinde en beneficio exclusivo de los intereses que conciben la ciudad como una marca para su promoción y venta. Es el marco desde el que entendemos la afirmación de que el punto de partida del cortometraje sea el “puerto como espacio de ficción”. Pues cada uno de sus planos responde precisamente a la tarea de ir contra dicha ficción, de distinguir los acontecimientos que hace posibles, de mostrar las divisiones que reproduce, de recordar la barbarie que oculta bajo el imperativo de la indiferencia. Las ficciones y los mitos no se critican juzgándolos como simples mentiras, sino dando cuenta de la realidad que producen.
Es posible puntuar este trabajo a través de las tres apariciones del monumento a Colón, la primera de ellas una imagen de la estatua con la azulgrana del Barça. Enseguida, un barrido sobre la vida ociosa que el puerto habilita y las infraestructuras que afianzan día a día el capital simbólico de la ciudad. Aunque el idilio desaparece pronto, justo con la primera de las dos reflexiones –a cargo de Lola López y Khebara Drame– que se incluyen en el cortometraje. Ambas le sirven a Batlle para enfocar el problema desde perspectivas distintas pero relacionadas: la de las memorias que reconocemos como propias y la de la secuencia de racionalidad que integra y reproduce actualmente, bajo nuevas formas, las desigualdades e injusticias que dividen la sociedad en inmunes y vulnerables.
De una parte, el relato histórico que visibiliza el Puerto de Barcelona como eje del tráfico de esclavos sobre el que se organizaba el comercio catalán dirigido por las grandes fortunas –los Güell, Vidal-Quadras, Ferrer, Bohigas, en otros. La riqueza y el progreso como productos sociales del expolio y la acumulación. Espacio, poder económico y esclavismo. De otra parte, la voz de los nuevos esclavos y los obstáculos a los que se enfrentan diariamente: papeles, persecuciones, redadas, centros de internamiento, derechos, recursos, reconocimiento. De hecho, ya se había encargado Batlle de que los viéramos poco antes en el puerto, entre los turistas, con sus mantas en el suelo a la espera de un bolsillo caprichoso. Desigualdad y explotación, movilidad de clase y ocio transnacional, todo en un mismo espacio –como si lo compatible no fuera a veces expresión de lo perverso. Entre tanto, unos operarios le han quitado la azulgrana a la estatua de Colón en una escena de enorme fuerza simbólica que se repite al final, ya con su “nuevo traje de emperador”, mientras unas cámaras esperan a ras de suelo para grabar cómo recogen y pliegan la camiseta, puede que para un futuro videoclip de la ciudad o quién sabe qué.
Port trade portrait termina con el plano de unas cristaleras; sólo observamos los reflejos de lo que ocurre en las inmediaciones del puerto, acaso el contrapunto perfecto del barrido con el que comenzaba el cortometraje. De la mirada panorámica a unas imágenes sobre el cristal que reducen al mínimo el margen para los mitos y las falsas ideas. A ello nos comprometen sus treinta y seis minutos de duración: no suceden en el vacío, sino que son acontecimientos llenos de historias. Como la que podemos reconstruir al ver en esos cristales el reflejo de una pareja de policías en moto. Seguramente alguien tenga que recoger y plegar su manta y salir corriendo. Según había dicho un turista a la cámara, “a very nice city”.
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