En los últimos tiempos los países nórdicos han lanzado verdaderas andanadas de mala leche que incitan a la risa festiva, pero que al mismo tiempo paralizan las ganas de reír: las barbaridades de la fiesta nacional noruega en Ja, Vi Elsker, la corrección enfermiza de los clanes familiares cuando muere un ser, se supone, querido en Small talk; o la estupenda Prematur, aquella farsa en la que una joven catalana descubría con terror el futuro que le esperaba en Noruega a través de sus gélidamente temibles suegros. El humor nórdico es posthumor antes de que los ingleses y norteamericanos inventaran el posthumor.
Precisamente, Prematur estaba dirigida por una de las realizadoras de Kommittén, Gunhild Enger. Eso sí, mientras que Prematur era toda una filigrana formal (un único plano secuencia que sucedía dentro del coche de los suegros proporcionaba un ambiente cómicamente irrespirable), Kommittén es una propuesta más correcta, más pactista a través de su planificación clásica, aunque esa corrección le viene como anillo al dedo a una historia que se basa, una vez más, en el caos y el absurdo que se esconde tras las buenas, impecables, matemáticas maneras.
La primera escena de Kommittén resulta exquisitamente incisiva. Un comité formado por tres representantes de los respectivos Suecia, Noruega y Finlandia se reúne en el ‘Treriksröset’ para hacerse un selfie conmemorativo… pero el selfie no puede hacerse desde Suecia, así que tendrán que juntarse todos en Noruega. Lo que sigue satisface las expectativas de este planteamiento prometedor: los tres representantes se reúnen para ver el resultado de un concurso convocado por los tres países ¡hace tres años!, cuyo objetivo era elegir una obra de arte que simbolice, digámoslo así, el encuentro de las tres culturas.
Lo que sigue podría haber sido materia prima para una escena de Duck Soup (Sopa de ganso, 1933, Leo McCarey): el comité, convencido de que una obra de arte no puede ser sino la típica y arquetípica Escultura, descubre que la obra seleccionada es una ‘performance’ (y rematadamente mala, por cierto), con la subsiguiente tensión ambiental que dará lugar a negociaciones delirantes, lo que sea con tal de que la sangre no llegue al río. Y lo que en los Hermanos Marx hubiera sido exceso y desenfreno, aquí evoluciona hacia todo lo contrario.
Los miembros del comité son personajes cotidianos, reconocibles, más bien parecen miembros de una comunidad de propietarios, y es fácil reconocer en ellos la estrechez de miras de diversos concejales y consejeros de ayuntamientos o comunidades, cuando alguien les propone una iniciativa ligeramente distinta a lo mismo de siempre. Personajes que recuerdan las bromas con los tópicos territoriales de Bienvenues chez les Ch’tis (Bienvenidos al Norte, Dany Boon, 2008) y Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez Lázaro, 2014), pero con más mala baba que cariño: no tiene desperdicio la civilizada discusión por la que cada país pretende arrogarse la representación mundial del salto de esquí o el hockey sobre hielo.
También evocan las fuerzas vivas de Bienvenido Mr. Marshall (Luis Gª. Berlanga, 1953), cuando decían aquello de «Y sobre todo, que haya muchos niños con banderitas». Eso sí, los concejales de Villar del Río se identifican aquí con los grandes prebostes nórdicos y, por extensión, europeos e internacionales. Tanto da que estemos hablando de un pueblecito finlandés como de una reunión de la ONU: todos somos iguales en nuestra obcecación y provincianismo.
Pero la mayor aportación de Enger (noruega) y Toivoniemi (finlandesa) reside no tanto en su guión y su excelente dirección de actores, que también, como en su tono: si Berlanga daba rienda suelta a la caricatura y el esperpento, aquí no hay caricatura que valga. Porque no hay necesidad alguna de exagerar: los comités son así, las ‘performance’ son así, la ignorancia y la falta de respeto de los representantes es así. Más de una vez habremos visto situaciones como esta, en las que se cometen auténticas tropelías sin elevar el tono de voz ni perder las buenas costumbres. Entonces, ¿de dónde surge el humor? Pues, paradójicamente, de su seriedad. Una seriedad extrema que, al ser contemplada desde fuera, se revela como la soberana estupidez que nos salpica a todos.
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