El veterano Festival de Cine de Tampere (Finlandia) comparte con Clermont-Ferrand, los Encounters de Bristol y tal vez Interfilm (Berlín) su vocación por ser un festival ecléctico, amplio y abierto, que procura integrar una basta representación de nacionalidades en su selección internacional, además de constituirse en un perfecto escenario para que públicos nacionales e internacionales accedan a una amplísima representación de la producción local más actual.
El criterio general de la programación internacional tiende por tanto a la pluralidad temática y estilística, respetando también la mencionada diversidad plurinacional, ybusca sobre todo asentar la afición hacia el corto entre un público de corte generalista y mayoritario, incorporando igualmente algunas pinceladas de riesgo, innovación y experimentación; si bien esta característica termina por sobresalir más en la competición nacional. La última edición de Tampere, celebrada el pasado marzo, puede calificarse como exitosa bajo estos parámetros, y cabe destacar además el esfuerzo del festival por acoger trabajos que han tenido poca visibilidad y numerosos estrenos. Una decisión que responde a la voluntad del festival a escapar del concepto de greatest-hits o perlas de otros festivales, y que, aunque a veces suponga la selección de obras que muestran una calidad algo inferior a la media habitual en el festival, puede entenderse y disculparse.

Sociumis patimari, de Rati Tsiteladze
Un palmarés muy variado
Tal vez a esa intención tan radicalmente plural y ecléctica del festival responda la naturaleza del cuadro de premiados de la edición de 2018: es difícil encontrar puntos de confluencia entre los cortometrajes galardonados por el Jurado Internacional, más allá de que, en general, resultan ser cortometrajes con talento e interés, con un marcado acento en lo social y en las cuestiones de identidad. Un conjunto este que puede impactar a un amplio abanico de públicos, pues cada uno de manera individual parece dirigirse a un segmento más o menos concreto de la horquilla de espectadores.
Dicho esto, el principal punto de disensión puede encontrarse precisamente en el cortometraje ganador del Grand Prix del festival, el documental animado Intimity (Suiza, 2017), de Elodie Dermange. No se trata de ninguna manera, a nuestro entender, del mejor cortometraje de la extensa Competición Internacional, por mucho que tampoco carezca de sus valores. Se trata sin embargo de uno de esos trabajos que posee mejores intenciones que resultados, que sostiene un mensaje feminista y reivindicativo, sostenido sobre el testimonio de una actriz porno que habla de cómo su trabajo le permitió desarrollar su sexualidad, su libertad y su relación con su cuerpo de una manera satisfactoria, al tiempo que pone el acento sobre algunos de los traumas y tabúes de la sociedad occidental contemporánea.
Ni tema ni su exposición (la defensa de la capacidad y necesidad de la mujer para decidir sobre su cuerpo, su sexualidad, sus deseos, sus placeres y la expresión de todo ello) en sí mismos no es lo cuestionable aquí, sino la elaboración del discurso cinematográfico que emplea el film, basando toda la cuestión visual en describir cómo un personaje animado (trasunto anónimo de la protagonista) se ducha y realiza otras labores de aseo personal, desatándose por un sencillo y discreto trabajo de animación en 2D con un estilo influenciado por el cómic y la ilustración. La entrevista, aunque interesante, puede resultar un poco plana por demasiado expositiva y ejemplar, a lo que no ayuda una situación escénica cuya capacidad metafórica resulta bastante limitada. En resumen, Intimity termina por ser un corto estimable más por su valor político que cinematográfico, aunque no deja nunca de ser, por ello, necesario, oportuno y válido a la hora de ilustrar una cuestión real.
En este sentido, funciona mucho mejor tanto como documental, como discurso reivindicativo y como pieza cinematográfica en general Sociumis patimari, del georgiano Rati Tsiteladze. Tsiteladze aborda de manera directa y cruda la intensa homofobia que se extiende entre sociedad de su país (y otros muchos países de Este), utilizando, al igual que Intimacy, un retrato para abordar el tema.
Un retrato que en este caso desborda al propio personaje central, una joven transexual que vive atrapada entre su pulsión femenina y la incomprensión y el rechazo de quienes le rodean, al incorporar a sus padres en el film. No tardan mucho, sin embargo, en ser los padres quienes se comen al protagonista, y consciente de ello, el director va desplazando buena parte del interés y del peso dramático hacia ellos. Dentro de este triángulo, el dispositivo establece una tensión entre la madre que trata de asumir a base de cariño la nueva situación de su hija (aunque no termina de aceptarla del todo) y un padre, en el extremo opuesto: indignado, avergonzado, incapaz de comprender nada, pero que no puede evitar seguir queriendo a su hijo. Queda el personaje central como un pivote aislado, solo, angustiado, en una posición tan central como a veces vacía, que funciona como perfecto reflejo de su conflicto psicológico y de la posición que ocupa en la sociedad en que vive.
Tsiteladze fuerza un poco a veces demasiado la máquina, apareciendo en pantalla y buscando incidir en el desarrollo de la crisis familiar para tratar de sacar a La Luz un contraste más evidente. Pero más allá de esto, ha construido un documental contundente que levanta acta de un problema social más extendido de lo que se supone (la universalidad que alcanza es otro de sus grande méritos), y logra al mismo no perder en el viaje el componente de pequeño drama familiar que tiene la historia.
Sociumis patimari recibió el Premio al Mejor Documental y la Nominación a los Premios EFA que otorga el festival.

Tableland, de Liu Wenzhuo
El la categoría de ficción, el Jurado parece haberse decantado por cierto exotismo y por dos historias de soledades a la hora de conceder tanto el Premio como la Mención Especial. Esta última, que recayó en la producción iraní Taghi, de Koorosh Asgari (2018), donde el planteamiento, los personajes y los escenarios despiertan rápido la atención, un desenlace un poco brusco y alguna ingenuidad que roza el cliché, hacen perder enteros al corto en su parte final. Muy superior, por contra, resultó Tableland (Liu Wenzhuo, 2018) merecedora del galardón, y la primera pieza china que gana un premio en toda la historia del festival finlandés.
Rezumando clasicismo humanista y siempre atento a mostrarse bello, Tableland no se anda por las ramas a pesar de no tener ninguna prisa en ir desenvolviendo su sencilla trama: un anciano vive en una aldea con la única compañía de sus cabras y las esporádicas visitas de su nieto pequeño. Sus hijos quieren que se mude a la ciudad con ellos, donde gozará de mayores comodidades, al tiempo que ellos lo tienen más a mano para cuidar de él, aunque el anciano pastor se resiste a abandonar el hogar los animales y las montañas que componen toda su vida. Es evidente que el espíritu de Dersu Uzala. El cazador (Akira Kurosawa, 1975) late fuertemente en esta pequeña historia que el joven cineasta chino (tiene solo 20 años) ha sabido desarrollar con tranquilidad y precisión, equilibrando la ficción y el tono documental del mismo modo que los personajes y los paisajes.
Uno de los premios más compendios este año en Tampere fue el de Mejor Animación, donde por una vez el todopoderoso y espléndido Min börda (Niki Lindroth von Bahr. Suecia, 2017) no asomó por el palmarés. El Premio al Mejor Cortometraje Animado se lo llevo la francesa Negative space, dirigido por Ru Kuwahata y Max Porter, un buen trabajo de stop motion que reclama la memoria de un padre fallecido a través de la huella que dejó en el protagonista, ejemplificada en su dominio a la hora de empaquetar una maleta. El tema del viaje y de la ausencia está presente así tanto de manera directa como simbólica, y lejos de sumirse en la tristeza y la depresión, hay algo en Negative space que se desliza hacia ele cariño, la calidad, el color y la luz.
La Mención Especial fue para la coproducción franco-turca Kötü kiz/Wicked girl (Ayce Kartal, 2017), un corto que también brilló en Cannes y Gijón el pasado año, y que, partiendo de una personalísima animación en 2D se va deslizando entre el recuerdo y la pesadilla para rememorar el trauma que vivió la niña protagonista durante unos días de veraneo en casa de sus abuelos. Sin duda, otra de las grande animaciones de la temporada, que también recibió en Tampere el Premio Especial Jinzhenin.
El Palmarés Internacional se completa con el Premio del Público para Tracing Addai (Esther Niemeier, 2018), un emotivo documental animado con rotoscopias que recrea la investigación que realiza una mujer alemana tras el rastro de un joven inmigrante musulmán que se alista en las filas del ISIS poco antes de desaparecer para siempre. Puede que esta historia se haya contado en varias ocasiones, e incluso que resulte un poco canónica y larga su ejecución aquí, pero no se puede negar que Tracing Addai atrapa desde el primer momento y logra transmitir toda la desesperación y la tristeza que posee la tragedia que narra.
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