Una lanza por Clermont
Hace ya unos cuantos años se produjo un enfrentamiento directo entre dos maneras de entender el cortometraje y su industria: Clermont-Ferrand y Cannes. Ambos apostaban por un corto basado en la calidad estética y la significación cultural, pero había, entre otras, una diferencia fundamental, o al menos el paso del tiempo lo ha revelado así. Clermont-Ferrand representaba y sigue representando una concepción incluyente del corto, basada en la coexistencia de todo tipo de conceptos, géneros y estilos; Clermont valora de igual manera el cortometraje de corte clásico y el experimento radical, así como todos sus puntos intermedios y confluencias. Por contra, Cannes ofrecía el respaldo y la repercusión de un Festival de Clase A y el marchamo de un producto cultural de primer orden, pero en ningún caso podía permitirse ese concepto incluyente del corto en sus secciones competitivas. Ganó Cannes: el corto entendido como cine de primer orden, pero sometido a una línea excesivamente rígida y satisfecha de sí misma. Consecuencia: hoy el corto más reconocido pivota alrededor de esa línea, que se ha revelado un tanto académica y excluyente. Así que tal vez haya llegado el momento de volver la vista hacia Clermont-Ferrand: el tiempo está demostrando que su concepto del cortometraje es más abierto, más sano y desprejuiciado, más atento a todo y a todos.
Esa convivencia entre todo tipo de visiones, de las más populares a las más arriesgadas, se ha hecho notar en la programación global del Festival (el Labo sigue siendo referencia obligada y tendrá su artículo propio) y en el Palmarés Internacional de esta edición, cuyo nivel ha sido francamente alto en líneas generales. Como es habitual, los premios acaban desvelando curiosas interrelaciones, dibujan el actual estado de las cosas, los temas que interesan a nivel global. Así, el Palmarés ofreció un auténtico caleidoscopio de problemas sociopolíticos: en él están representados conflictos de Rumanía, India, EEUU, Grecia, Siria, Magreb… Era de esperar, ya que esa diversidad sociopolítica siempre ha sido una de las prioridades de Clermont. Pero, al mismo tiempo, el Palmarés insistió una y otra vez en un tema que parece remover conciencias en todos los rincones del planeta.
El problema es el Padre
En efecto, cortos de toda procedencia y condición parecían incidir en el tema estrella: el Patriarcado y sus consecuencias, abordado a veces de una manera un tanto esquemática, otras con personalidad y riqueza de matices. Y en este sentido un par de paradojas llamaban poderosamente la atención. Primera, las más feroces visiones antipatriarcales provenían de realizadores hombres (y también las más panfletarias). Y segunda: en el corto antipatriarcal el personaje más interesante de largo es el Padre, que se revela como un ser complejo, contradictorio, humanísimo, mientras que los personajes femeninos son mostrados de una manera más plana y unidimensional.
Algo así ocurre en el Grand Prix de este año, Cadoul de craciun de Bogdan Miresanu (Rumanía), corto del que es obligado recordar la participación española por parte de Mailuki Films, en calidad de productora asociada. Hemos hablado varias veces de esta soberbia historia clásica sobre un padre que pierde los papeles cuando, en plena dictadura rumana, descubre que su hijo ha escrito a Santa Claus pidiéndole que se cumpla el deseo de su amado progenitor: que se muera Ceaucescu. Por tanto nos remitimos a anteriores crónicas, si bien aquí incidimos en la personalidad del padre: su nerviosismo está más que justificado (las cartas se revisan, y podría dar con sus huesos en la cárcel), pero a través de él Cadoul desenmascara su carácter autoritario y despótico, como si fuera un Ceaucescu en miniatura. Lo cual no significa que no sea un personaje vulnerable, y por lo tanto querible.
Los matices del padre de Cadoul desaparecen de un plumazo en el desdichado Premio del Público. Skin de Guy Nattiv (EEUU) describe a un padre de la Norteamérica profunda, un auténtico descerebrado aficionado a las armas que gusta de enseñar a disparar a su hijo, y que asesta una paliza mortal a un hombre negro solo porque se ha permitido sonreír al niño de sus ojos. Por supuesto, la reacción de la comunidad negra no se hará esperar, si bien de una manera un tanto inesperada. Skin está realizado de manera impecable, con una solidez narrativa y dramática que nadie podría discutir, y no negaré que su desenlace posee ingenio.
Pero el planteamiento presuntamente antirracista no consigue enmascarar su pueril simplonería (ángeles negros contra demonios blancos; a Spike Lee no le gustaría nada Skin) y, sobre todo, su ambigüedad ideológica.
Como en Mississippi Burning (Arde Mississippi, 1988, Alan Parker), las tropelías de blancos kukluxklaneros pretenden servir de descargo para que las fuerzas del orden actúen abiertamente al margen de la ley; como en la demencial A time to kill (Tiempo de matar, 1996, Joel Schumacher), el hecho de que dos blancos violen y asesinen a una niña negra se entiende como sobrada justificación para que el padre de la niña los mate delante de toda la comunidad, ¡y sea declarado inocente en el juicio posterior!. No dudo de que en EEUU existirán abundantes blancos tan despreciables como el padre de Skin, pero el antirracismo no puede servir de coartada para realizar una, otra más, apología del linchamiento.
Bastante mejor, aunque también con sus puntos discutibles, se plantea el tema en una de las dos Menciones Especiales del Jurado: Brotherhood de la realizadora Meryam Joobeur (Tunicia, Canadá, Qatar). Aquí el padre es pastor en una comunidad rural tunecina, y se rebela al ver que su hijo mayor ha regresado de Siria: este se fue allí para luchar a favor de ISIS, y regresa con una mujer vestida con el ‘niqab’ (vestimenta que solo deja al descubierto los ojos). Ahora bien, Joobeur subraya el carácter patriarcal del padre hasta el punto de que, en Brotherhood, el patriarcado magrebí parece un mal mayor que el fundamentalismo islámico (que también recibe lo suyo, pero de manera un tanto forzada y demasiado tarde). No sé ustedes, pero a mí este planteamiento me parece excesivo. Pero dejando a un lado reparos ideológicos Joobeur demuestra ser una realizadora sensible y elegante, que sabe tratar al personaje del padre con el mismo cariño con el que, a su vez, critica la institución que representa. Y lo más importante: Brotherhood respira intensidad a lo largo de su relato, con una magnífica dirección de actores, valoración de los silencios, agrestes planos y escenas dialogadas de notable expresividad. Al final lo que queda es el poso de un contundente drama familiar.
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