Tras la estela de los éxitos de cineastas como Lav Díaz, Sean Ellis o Brillante Mendoza, el cine filipino ha sufrido tanto una regeneración como un redescubrimiento internacional que también puede extenderse al cortometraje. En los últimos tiempo hemos visto como filmes como Jodilerks dela Cruz, employee of the month (Carlo Francisco Matarad, 2017), Babylon (Keith Deligero, 2018), Si astri maka si tambulah (Xeph Suarez, 2017), Disintegration 93-96 (Miko Revereza, 2017) o las obras de Raymund Ribay Gutierrez, el cineasta que aquí nos ocupa, revelan la continuidad generacional del cine filipino y le dotan de ciertos rasgos de identidad, sin que podamos tampoco integrar una escuela propiamente dicha. A estos nombres, evidentemente, se le pueden sumar otros muchos, que operan también en distintos ejes, desde acercamientos al cine experimental y poético, como apuestas claras por un estilo más convencional y hasta televisivo.
Si algo llama poderosamente la atención en este nuevo cine filipino, y me refiero desde los ojos del espectador occidental, es la presencia fundamental de la violencia en la mayor parte de las obras. Una violencia que no expresa como un estallido perturbador de la normalidad ni como un recurso narrativo para hacer avanzar la acción, sino como algo que forma parte del paisaje social cotidiano. Precisamente esa normalización a convivir con el horror es uno de los motivos críticos sobresalen en estas obras, que no tratan tanto de magnificarla como un elemento cultural, sino de combatir esa idea de habituación que hace a la gente insensible ya a su presencia.
Si Jodilerks Dela Cruz… ponía el foco de atención en este aspecto desde una perspectiva trágicamente irónica, el cine de Ribay Gutierrez lo hace desde un elegante realismo social que punta tanto al estrato social como al marco administrativo e institucional. Ribay Gutierrez viene avalado por la tutela de Brillante Mendoza, que de alguna u otra manera ha estado al lado de los trabajos de este joven cineasta de apenas 26 años, especialmente en el caso de Imago (2016), presente en la Sección Oficial de Cannes 2016 y Premio al Mejor Cortometraje Internacional en el festival de Toronto de ese mismo año, y de este Judgement (2018) también estrenado en Cannes.
La violencia en Judgement está constante presente, por mucho que no aparezca retratada en ningún momento (bueno, excepto en el que unos traficantes llegan a casa de la protagonista, en el momento más flojo y telenovelesco del corto). El cineasta tagalo prefiere en todo caso partir siempre de sus consecuencias y hacer visible los momentos posteriores, centrándose sobre todo en la primera parte en describir otro tipo de violencia, la institucional(izada).
A estas alturas conviene desvelar que estamos hablando de violencia de género; aunque no únicamente. El cortometraje arranca con la imagen de una mujer joven y embarazada, madre de una niña, con la cara desfigurada por los golpes que le ha propinado su pareja. Los tres (la hija pequeña también) son llevados por la policía a declarar en comisaría. La imagen es brutal, pero todo ese sentimiento de repulsa va creciendo a medida que vemos cómo el proceso de la denuncia va pasando de un lugar a otro (comisaría, instituto forense, fiscalía, magistratura), con una naturalidad y una deshumanización pasmosa, donde víctimas y agresor están en todo momento juntos, mientras que los funcionarios se toman el asunto con una tremenda frialdad rutinaria.
Sin entrar más a desvelar el desarrollo argumental de un film que podemos tildar de narrativo y observaciones a un tiempo, diremos que el principal objetivo del director es levantar acta de cómo esta violencia de género, tomada aquí como un ejemplo de las muchas violencias cotidianas y cercanas de Filipinas, ha calado hasta la esencia de la sociedad. Algo que también estaba muy presente en el anterior Imago, especialmente retratado en todo lo que ocurre como telón de fondo de la acción principal. Este es un elemento que conviene destacar, pues forma ya parte del personal estilo de este pujante cineasta: para él, el trasfondo, lo que ocurre detrás, no es accesorio o ambiental, es sumamente importante y no se deja nunca al azar. Así, no es casualidad que convivan paz y violencia al mismo tiempo en un plano, tragedia e indiferencia. Pues ese contraste el que está en el centro de su obra.
Se puede alabar que Judgement logre destacar a la hora de abordar una cuestión tratada hasta la saciedad en el cine contemporáneo, la violencia de género, y que consiga encontrar un camino original y percutivo a la hora de exponerla, llevando sus implicaciones más allá de lo evidente. Pero si por algo sobresale es por el impresionante talento que demuestra su director, maduro a pesar de su juventud, y tremendamente hábil a la hora de construir planos, manejar tempos, dirigir a los actores y aplicar una mirada audaz, inteligente, sensible y depurada. Es cierto que hay algún momento más débil (en parte porque todo el arranque es de una brillantez absoluta), pero también es uno de los riesgos del mestizaje que Ribay Gutierrez desarrolla, entreverando realismo social, drama personal, tono observacional y algo de telenovela, pero también en eso radica la particular personalidad del cineasta y de su película.
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